(
Publicado en el anuario 2013 de la Rolling Stone argentina).
¿Qué desafío le espera a Cristina en el último acto de la saga kirchnerista (o, al menos, de su primera entrega: las sagas, se sabe, son propensas a secuelas apócrifas)? En principio, preservar el track record. Salir entera, con chances de volver en 2019. Después de todo, las estadísticas del kirchnerismo, aún despojadas del maquillaje del INDEC, no se ven mal para los estándares históricos de nuestra sinuosa economía, sobre todo si se toma como punto de partida la crisis de 2001. Que el país creciera ya en 2002 o que se beneficiara de un contexto internacional favorable e irrepetible es accesorio para un electorado que, como en todas partes, atribuye los signos visibles de la realidad al gobierno de turno.
El taxi de las asignaturas pendientes probablemente le reste puntos al gobierno en los próximos dos años (como viene haciéndolo en los últimos dos). Por eso, ni la oposición ni los medios que la alumbran anhelan una salida temprana; más seguro es pescar en la pecera de la crítica a Moreno, insistir con la inefable promesa de cambio, y dejar que el gobierno pague las cuentas de la década ganada. Por eso mismo, no es desatinado pensar que CFK, ante la imposibilidad de un delfín, hará lo mínimo para llegar con lo justo, dejando la factura del ajuste para el próximo gobierno. Pero aún este plan minimalista involucra desafíos puntuales nada triviales.
Controlar la inflación
La inflación no es nueva: viene incubándose desde hace ocho años. Lo nuevo es la inflación sin crecimiento, sin aumento proporcional de salarios, con pérdida del poder de compra. Por eso hoy finalmente aparece al tope de las encuestas de opinión y de las preocupaciones del gobierno. Esta inflación tuvo varios padres: la recuperación del salario, la suba mundial de alimentos y energía, el crecimiento de la demanda por encima de la oferta. Y, por último, la expectativa de que no bajará, lo que llevó a fijar precios y salarios en base a la inflación pasada, reproduciéndola. Erosionar esta inercia implica desarmar el círculo vicioso, convencer a todos de que la inflación será 10% menos para que todo suba 10% menos sin generar recesión y desempleo.
Cualquier promesa creíble precisa de un índice de precios creíble que permita ajustar desvíos para que nadie quede rezagado en la transición. (El tipo de cambio ya no puede cumplir ese rol: el abuso del dólar barato como forma de contención terminó pariendo al cepo.) Y si bien es improbable que el gobierno desande la intervención del INDEC (ha invertido demasiado en ese relato), no lo es que el Banco Central modere su emisión de dinero (ya lo está haciendo) para al menos no darle más aire a la inflación. Esta moderación no es gratis. La inflación no sólo alimentó al consumo subsidiado a expensas del ahorro; también fue plata dulce para el fisco, que licuó deuda vieja y colocó deuda nueva a tasas reales negativas. Por eso, para contener la inflación, el gobierno debería revisar su gasto ahí donde es más regresivo. Empezando por los subsidios.
Reducir subsidios (un poco)
La pileta climatizada o el aire acondicionado rebajado con la ventana entreabierta son señales de que algo está mal en el cuadro tarifario de las grande ciudades, sobre todo si esta prodigalidad tiene como contracara una producción menguante de gas y petróleo y un déficit energético que consume las reservas, profundizando el cepo y retaceando insumos a la industria. Sin contar con que esta onerosa bonanza beneficia principalmente a hogares urbanos de clase media alta.
De nuevo, el costo político de eliminar por completo los subsidios es más de lo que este gobierno –y probablemente el próximo– esté dispuesto a afrontar: los cálculos difieren pero todos apuntan a facturas varias veces superiores a las actuales. Y ensayos parciales de ajuste chocaron en el pasado con la judicialización de consumidores indignados o la angustia electoral del político. No es fácil explicarle al votante que estuvo consumiendo más allá de sus posibilidades, que es lo mismo que decirle que es más pobre de lo que pensaba. Pero es imprescindible al menos estabilizar la cuenta de subsidios, hasta ahora explosiva, minimizando el costo social. Aún esta corrección modesta involucra una precisión quirúrgica con la que el gobierno no está seguro de contar.
Evitar un accidente
Si un remisero embolsa y gasta los ingresos de sus viajes ahorrándose el paso por el taller, a la larga el motor falla y lo deja de a pié. O se queda sin líquido de frenos y se come una curva. Entonces descubre que sobrestimó sus ingresos: se consumió el capital, no ahorró lo suficiente para cambiar el auto y le queda salir a la calle arriesgando la vida, o quedarse en casa.
Lo mismo, a mayor escala, sucede con la red de distribución eléctrica o el ancho de banda, con rutas y puertos, con trenes y aviones. Nada es gratis: años de tarifas bajas y mantenimiento mínimo (y una dosis no menor de corrupción) dejaron a la infraestructura en estado terminal, al borde del apagón o la tragedia. Y hoy que los ahorros apenas alcanzan para medidas cosméticas, el gobierno debe remontar la demonización del financiamiento externo para encontrar quien nos fíe la renovación del tendido eléctrico o la compra de vagones.
Espantar al fantasma de la crisis
Si una obsesión caracteriza la conversa económica argentina más allá de la fascinación con el dólar es la profecía de la crisis. ¿Llegamos o chocamos? ¿Aguanta o explota? Preguntas recurrentes que un economista recibe a diario, tanto de legos como de otros economistas. La crisis es la imagen traumática del desgobierno y el dólar en fuga, de suspensiones en el trabajo y colas en los bancos. Pero no hay que olvidar que las crisis que conocemos han sido todas crisis de moneda: empresas, bancos y estados endeudados en dólares que se vuelven inmediatamente insolventes e impotentes ante una devaluación. Y si algo aprendimos del 2001 es a evitar el sobreendeudamiento en dólares.
¿Llegamos? Sí. Hoy un dólar alto no es el origen de penurias económicas sino parte de su solución. Pero la crisis tiene también tiene si costado psicológico: en caso de duda, cualquier desliz puede precipitar el pánico, la corrida, el efecto puerta 12. Con menos resto que hace dos años, al gobierno le tocará hacer control de daños y manejar la comunicación y las expectativas mejor de lo que lo ha venido haciendo, para espantar el fantasma.
La otra agenda
Tal vez los 30 años de democracia o la lectura de los diarios (lo que queda de ellos) nos haya vuelto escépticos, insensibles a los grandes programas, proclives a pensar la política y los políticos en clave House of Cards. Miramos con resignado desdén el largo plazo, pero detrás de la agenda bilardista de patear la pelota afuera y defender con once (y de su variante de oposición, mezcla de ambigüedad vegetal y mesianismo mediático) hay otra agenda que espera hace rato al estadista que la rescate de la retórica automática de discursos y slogans.
Si la política es el arte de lo posible, la escritura es el antídoto del pragmatismo. Reformulemos entonces la pregunta del comienzo: ¿qué desafíos le esperan a la Argentina en los próximos (dos) años? Lo que sigue es una pantallazo diagonal de nuestra hoja de ruta.
Capital (físico y humano)
Los economistas difieren en los detalles y en la jerga, pero pocos dudan que los insumos fundamentales del desarrollo (es decir, del crecimiento equitativo y sustentable) son el capital físico y humano. En ambos frentes, venimos perdiendo. Se habla de atraso cambiario, pero el deterioro del capital es un obstáculo a la competitividad que ninguna devaluación puede subsanar. Como el auto averiado del remisero, nuestra infraestructura envejeció mal y hoy impone costos: transporte caro, puertos sin capacidad para recibir barcos de gran calado, paradas de planta por cortes de energía programados, telecomunicaciones erráticas. Y, a pesar del esfuerzo presupuestario, nuestros estudiantes de todos los niveles pierden terreno frente a los de países vecinos que iniciaron reformas para mejorar la calidad de docentes y programas –una involución relativa, la nuestra, que se verá en años y llevará décadas revertir. Esto sin contar sus consecuencias sociales: la educación pública (y su previa: la atención de la primera infancia) son esenciales para la igualdad de oportunidades y la movilidad social.
No vende tanto como entregar netbooks pero, salvo que pensemos vivir cien años de la teta de Vaca Muerta, un programa de evaluación educativa y un plan de infraestructura financiado con capitales privados son condiciones mínimas para mejorar nuestro nivel de ingreso.
Esqueletos
Hay deudas que uno no sabe que tiene hasta que es demasiado tarde. Los economistas llamamos a esto deuda oculta, o “esqueletos”. Por ejemplo: a pesar del mito del dinero del ANSES, el déficit previsional (la diferencia entre lo que sale por pago de jubilaciones y lo que entra por aportes y contribuciones) crece todos los años: la cobertura se expande, la gente vive más y el sistema (es decir, el Estado) acumula cuentas a pagar. Para evitar un nuevo default con los futuros jubilados (o con los actuales, que suman sentencias judiciales) habrá que rediseñar el sistema o ir haciendo una vaquita para el futuro, o las dos cosas.
Otras cuentas pendientes de liquidación: juicios de empresas privadas o incluso de fondos buitre que, más allá de promesas tribuneras o consideraciones morales, difícilmente desaparezcan sin un pago; la deuda impaga con los gobiernos agrupados en el club de París; y también los subsidios a las tarifas y la inversión pública postergada (o malversada) que algún día tendremos que reparar.
Prenupcial
Argentina es demasiado cara para tigre asiático y demasiado rústica para economía avanzada. Y, como el resto de Latinoamérica, ahorra poco; por eso el “vivir con lo nuestro” nos llevó al cepo y a la caída del empleo. Si no queremos recortar nuestro consumo necesitamos explotar nuestros recursos naturales con ahorro externo (capitales argentinos repatriados o inversión extranjera).
No tiene sentido debatir si hay que extraer o no la riqueza minera o las reservas de gas y petróleo no convencionales. El debate relevante es otro: el contrato de división de bienes con el sector privado. Desde Noruega hasta Ecuador, este contrato toma formas diversas, con la idea de balancear el acceso al capital necesario para la producción con una distribución de la renta que asegure su derrame al resto de la economía. Esto no sólo se aplica a los recursos no renovables: la economía en general es un contrato implícito en el que la empresa genera valor (sujeta al cumplimiento de las leyes tributarias, laborales, comerciales, ambientales) y el Estado lo distribuye. Necesitamos restaurar ese contrato.
...
Hay más ítems en la lista, y cada lector tendrá los suyos. Esto es apenas un demo, una aproximación a la tensión entre coyuntura y programa que tendremos que resolver para dejar de girar en círculos. No todo es drama. La Argentina no colapsará en una crisis, y tiene un enorme potencial de recursos y gente. Y estos años vieron un progreso social inédito que, si bien sube la vara al futuro (no es fácil bancar este gasto social y estas expectativas), crea condiciones de sostenibilidad del crecimiento.
Pero queda más por hacer de lo que se cree. En la breve intersección entre las dos preguntas que disparan esta nota, la política (es decir, la relación errática entre el político y sus votantes) debe buscar el modelo no escrito de nuestro desarrollo.