Transcribo un cuento breve de Italo Calvino (traducido del español por un servidor). Cortesía de un querida amiga coleccionista de retazos literarios (acá, la versión "castiza"). Son tantas las interpretaciones del cuentito que prefiero no arruinarlo con una selección pueril.
Solidaridad
Trabajaban así, de noche, en una calle apartada, contra la persiana metálica de una tienda.
La persiana era pesada: hacían palanca con una barra de hierro, pero no se levantaba.
Yo pasaba por allí, solo y sin rumbo. Me puse a empujar yo también con la barra. Ellos me hicieron lugar.
No marchábamos acompasados; yo dije "¡Vamos!". El compañero de la derecha me dio un codazo en voz baja:
-¡Callate! -me dijo-, ¿estás loco? ¿Querés que nos oigan?
Sacudí la cabeza como para decir que se me había escapado.
Hicimos un esfuerzo, sudamos, pero al final la levantamos tanto que se podía pasar. Nos miramos, contentos. Después entramos. A mí me dieron una bolsa para que sostuviera. Los otros traían cosas y las metían adentro.
- ¡Con tal que no lleguen esos putos de la policía! -decían.
- Cierto -respondía yo-. ¡Putos, eso es lo que son!
- Silencio. ¿No oyen ruido de pasos? -decía uno de vez en cuando. Yo paraba la oreja con un poco de miedo.
- ¡No, no son ellos! -contestaba.
Otro me decía:
- ¡Llegan siempre cuando menos se los espera!
Yo sacudía la cabeza.
- Matarlos a todos, eso es lo que habría que hacer -decía yo.
Después me dijeron que saliera un momento, hasta la esquina, a ver si llegaba alguien. Salí.
Afuera, en la esquina, había otros tipos, pegados a las paredes, escondidos en los ángulos, que se acercaban.
Me uní a ellos.
- Hay ruidos por allí, por aquellas tiendas -dijo el que tenía más cerca.
Estiré el cuello.
- Meté la cabeza, imbécil, que si nos ven escapan otra vez -murmuró.
- Estaba mirando... -me disculpé, y me apoyé en la pared.
- Si conseguimos rodearlos sin que se den cuenta -dijo otro- caerán todos en la trampa.
Nos movimos a saltos, de a puntas de pié, conteniendo al respiración: a cada momento nos mirábamos con ojos brillantes.
- No se nos escaparán -dije.
- Por fin vamos a atraparlos con las manos en la masa -dijo uno.
- Ya era hora -dije yo.
- ¡Delincuentes, atorrantes, desvalijar así las tiendas! -dijo aquél.
- ¡Atorrantes, atorrantes! -repetí yo con rabia.
Me mandaron un poco adelante, para ver. Caí dentro de la tienda.
- Ahora -decía uno cargando una bolsa al hombro.
- ¡Rápido -dijo otro- cortemos camino por la trastienda! ¡Así nos escabullimos delante de sus propias narices!
Todos teníamos una sonrisa de triunfo en los labios.
- Se van a quedar con la boca abierta -dije.
Y nos escurrimos por la trastienda.
- ¡Una vez más caen como idiotas! -decían.
En eso se oyó:
- Alto ahí, ¿quién va? -y se encendieron las luces.
Nos agachamos para escondernos detrás de un tacho de basura, pálidos, y nos tomamos de la mano. Otros entraron también allí, no nos vieron, dieron media vuelta. Salimos rajando.
- ¡Los cagamos! -gritamos. Yo tropecé dos o tres veces y me quedé atrás. Me encontré en medio de los otros que también corrían.
- Corré -me dijeron-, que los alcanzamos.
Y galopábamos todos por el callejón, persiguiéndolos.
- Corré por aquí, cortá por allá -nos decíamos y los otros ya nos llevaban poca ventaja, y nos gritábamos-: ¡Corré, que se nos escapan!
Yo conseguí pisarles los talones a uno que me dijo:
- Bravo, pudiste escapar. ¡Ánimo, por aquí, que los haremos perder la pista! -Y me puse a su lado. Al cabo de un momento me encontré solo en un callejón. Uno se me acercó, me dijo corriendo:
- Por aquí, los he visto, no pueden estar lejos. -Corrí un poco detrás de él.
Después me detuve, sudando. no había nadie, no se oían más gritos. Metí las manos en los bolsillos y seguí paseando, solo y sin rumbo.
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