(Publicada en Diario Perfil el 20 de abril de 2013 en la serie Tasas Chinas, que refrtita el material de las intros de mi programa en Radio UBA).
Después de un mes en el primer mundo, vuelvo a Buenos Aires buscando la pausa. Pero la pausa se pierde en la vorágine del modelo. En treinta días llevamos un mate al Vaticano, sufrimos el diluvio con el arca llena de agujeros y, con los colchones todavía húmedos, dimos un paso hacia la justicia plesbicitaria. Para colmo, el Pepe nos trató de viejos y tuertos (al menos no nos llamó ladrones). Y en un segundo plano borroso, la economía se hunde en mares de gofio sacándole la lengua al 5% soñado por los analistas de estado; contamos mal los dólares de la soja y el barrilete blue sube dos metros para bajar uno.
Difícil la pausa. Argentina está desbocada. Arrastra los piés pero mueve mucho las manos. La gestión ya no es acción sino dicción, y se discuten reformas de una década en unos pocos meses preeleccionarios. No terminamos de contar los muertos para lanzar la próxima consigna. La realidad corre delante de nosotros como un animal enjaulado.
¿Puede una tragedia de estas dimensiones precipitar un cambio en la manera en que se hace política en Argentina? Tuiteaba esto hace un par de semanas en referencia a las inundaciones, más precisamente en referencia a las decenas de muertos por las inundaciones –al hecho de que, a pesar de que la mayoría, si no todas esas muertes era evitables, el debate en la clase política se centraba en explicar dónde estaban durante el siniestro y qué tan rápido habían vuelto para sacarse la foto entregando un colchón. Casitas inundadas, a votar.
Hace unos días, en la cena aniversario de CIPPEC, Robert Cox recordaba sus conversaciones con Videla, pensando en los 30 años de democracia. A 30 años de la recuperación de la democracia, los grandes temas son el dólar blue, desplazado de los titulares por las inundaciones, desplazadas por las pecheras de la cámpora, desplazadas por la democratización de la justicia, desplazada por las confesiones de Fariña. No es fácil hablar de nada de esto sin caer en el lugar común, en la indignación o el regodeo. La catarata de tragedias, imposiciones y curros nos nubla el sueño de la democracia, nos acorta la vista, nos aplasta contra el presente. Nos caga el festejo.
Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden, dice Paul Valery. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones. Esto es así porque no hay poder capaz de fundar el orden con la sola fuerza física. Se necesitan fuerzas ficticias. El Estado centraliza el relato, dice Piglia, parafraseando a Valery; el Estado narra. El poder político está siempre imponiendo una manera de contar la realidad, de contar no la Historia sino historias. ¿Cuáles serían esas historias en Argentina?, le preguntan a Piglia. El complot, la conspiración, el relato paranoico, la amenaza golpista, responde. El año es 1984.
En Nadando a Camboya, el unipersonal de Spalding Gray filmado por Jonathan Demme en 1987, Gray relata su experiencia en la filmación de Los Gritos del Silencio, la película de Roland Joffe sobre el retiro de las tropas estadounidense en 1975 dejando a Camboya a merced de esa mezcla de revolución cultural y colectivización agrícola con la que Pol Pot y su Khmer Rouge quisieron superar a Mao causando la muerte de 2 millones de camboyanos. Diez años despúes, al momento de hacer el film, cuenta Gray, Pol Pot resistía con 30 mil soldados apoyados por fondos americanos, como retén contra los vietnamitas que ocupaban Camboya como respuesta defensiva contra los chinos, o eso decían. Cuenta Gray que Joffe, el director, a quien describe como un ingenuo creyente, en un momento le dice: “Espero que este film deje en claro que la moral no es un feriado móvil” (a moveable feast). Gray, un depresivo que terminó sus días neoyorquinos arrojándose al Hudson, apunta esto con amarga ironía.
Argentina es el imperio de las ficciones. En la era del yuyo, la moral transversal del kirchnerismo es un feriado móvil. El relato reescribe la realidad y purifica cualquier pecado de conciencia.
Pero la fariñización del robo y lavado de dinero público inaugura un nuevo estadio del relato: el reality. Lleva el debate sobre la corrupción a la cama de pilates. Masifica pero banaliza. O banaliza pero masifica. Suerte de Mancha de Rolando en reversa, el reality fariñabaez le quita cool a la política y le agrega morbo.
¿Puede una tragedia de estas dimensiones precipitar un cambio en la manera en que se hace política en Argentina? La mayoría de las muchas respuestas oscilaron entre la ironía y la condescendencia. La década ganada nos ha dejado demasiado cerca del que se vayan todos del 2002, cerca del cacerolazo, que es casi el destierro del lenguaje. Pero si pensamos que la política no tiene arreglo, la política no tendrá arreglo.
Después de un mes en el primer mundo, vuelvo a Buenos Aires buscando la pausa. Pero la pausa se pierde en la vorágine del modelo. En treinta días llevamos un mate al Vaticano, sufrimos el diluvio con el arca llena de agujeros y, con los colchones todavía húmedos, dimos un paso hacia la justicia plesbicitaria. Para colmo, el Pepe nos trató de viejos y tuertos (al menos no nos llamó ladrones). Y en un segundo plano borroso, la economía se hunde en mares de gofio sacándole la lengua al 5% soñado por los analistas de estado; contamos mal los dólares de la soja y el barrilete blue sube dos metros para bajar uno.
Difícil la pausa. Argentina está desbocada. Arrastra los piés pero mueve mucho las manos. La gestión ya no es acción sino dicción, y se discuten reformas de una década en unos pocos meses preeleccionarios. No terminamos de contar los muertos para lanzar la próxima consigna. La realidad corre delante de nosotros como un animal enjaulado.
¿Puede una tragedia de estas dimensiones precipitar un cambio en la manera en que se hace política en Argentina? Tuiteaba esto hace un par de semanas en referencia a las inundaciones, más precisamente en referencia a las decenas de muertos por las inundaciones –al hecho de que, a pesar de que la mayoría, si no todas esas muertes era evitables, el debate en la clase política se centraba en explicar dónde estaban durante el siniestro y qué tan rápido habían vuelto para sacarse la foto entregando un colchón. Casitas inundadas, a votar.
Hace unos días, en la cena aniversario de CIPPEC, Robert Cox recordaba sus conversaciones con Videla, pensando en los 30 años de democracia. A 30 años de la recuperación de la democracia, los grandes temas son el dólar blue, desplazado de los titulares por las inundaciones, desplazadas por las pecheras de la cámpora, desplazadas por la democratización de la justicia, desplazada por las confesiones de Fariña. No es fácil hablar de nada de esto sin caer en el lugar común, en la indignación o el regodeo. La catarata de tragedias, imposiciones y curros nos nubla el sueño de la democracia, nos acorta la vista, nos aplasta contra el presente. Nos caga el festejo.
Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden, dice Paul Valery. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones. Esto es así porque no hay poder capaz de fundar el orden con la sola fuerza física. Se necesitan fuerzas ficticias. El Estado centraliza el relato, dice Piglia, parafraseando a Valery; el Estado narra. El poder político está siempre imponiendo una manera de contar la realidad, de contar no la Historia sino historias. ¿Cuáles serían esas historias en Argentina?, le preguntan a Piglia. El complot, la conspiración, el relato paranoico, la amenaza golpista, responde. El año es 1984.
En Nadando a Camboya, el unipersonal de Spalding Gray filmado por Jonathan Demme en 1987, Gray relata su experiencia en la filmación de Los Gritos del Silencio, la película de Roland Joffe sobre el retiro de las tropas estadounidense en 1975 dejando a Camboya a merced de esa mezcla de revolución cultural y colectivización agrícola con la que Pol Pot y su Khmer Rouge quisieron superar a Mao causando la muerte de 2 millones de camboyanos. Diez años despúes, al momento de hacer el film, cuenta Gray, Pol Pot resistía con 30 mil soldados apoyados por fondos americanos, como retén contra los vietnamitas que ocupaban Camboya como respuesta defensiva contra los chinos, o eso decían. Cuenta Gray que Joffe, el director, a quien describe como un ingenuo creyente, en un momento le dice: “Espero que este film deje en claro que la moral no es un feriado móvil” (a moveable feast). Gray, un depresivo que terminó sus días neoyorquinos arrojándose al Hudson, apunta esto con amarga ironía.
Argentina es el imperio de las ficciones. En la era del yuyo, la moral transversal del kirchnerismo es un feriado móvil. El relato reescribe la realidad y purifica cualquier pecado de conciencia.
Pero la fariñización del robo y lavado de dinero público inaugura un nuevo estadio del relato: el reality. Lleva el debate sobre la corrupción a la cama de pilates. Masifica pero banaliza. O banaliza pero masifica. Suerte de Mancha de Rolando en reversa, el reality fariñabaez le quita cool a la política y le agrega morbo.
¿Puede una tragedia de estas dimensiones precipitar un cambio en la manera en que se hace política en Argentina? La mayoría de las muchas respuestas oscilaron entre la ironía y la condescendencia. La década ganada nos ha dejado demasiado cerca del que se vayan todos del 2002, cerca del cacerolazo, que es casi el destierro del lenguaje. Pero si pensamos que la política no tiene arreglo, la política no tendrá arreglo.
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