(Publicada el 3 de agosto de 2013 en Diario Perfil)
Mi primera reacción es, naturalmente, positiva: la nueva clase media es el reflejo de la reducción de la pobreza, medidas ambas sobre la base de los niveles de ingreso, fundamentalmente laboral, o de transferencias como las asignaciones o la jubilación.
Mi segunda reacción es de cautela: conocemos sólo los ingresos de las familias (no sus ahorros) y muchos de estos ingresos son la contracara del gasto público. Si hoy consumo el aumento de ingreso (es decir, si no ahorro) y mañana mi ingreso cae (porque el país y el empleo y el salario real crecen menos, o porque las transferencias suben menos que la inflación) vuelvo a la pobreza. Y si el aumento de ingreso me permite endeudarme con el banco o el vendedor que antes no me fiaba (es decir, si consumo más que mi ingreso) puedo acabar más pobre que al comienzo. Para salir de la pobreza hay que generar riqueza, y no tenemos datos de riqueza.
Por otro lado, el gasto público asociado con las transferencias no siempre es sostenible. Por ejemplo, casi todos los sistemas previsionales de la región (y del resto del mundo) son deficitarios: los aportes de los trabajadores registrados no cubren los beneficios, y pocos países ahorran fondos para cubrir este agujero. En algún momento, alguien pagará esta cuenta invisible. Así, las nuevas clases medias podrían ser tan vulnerables (es decir, efímeras) como los milagros económicos de sus países de origen. ¿Cuánto quedaría de la clase media brasileña si, con la reversión del ciclo económico, subiera el desempleo o el gobierno se quedara sin aliento y retrasara transferencias y jubilaciones?
Mi tercera reacción es de escepticismo, como ante cualquier festejo epidérmico y prematuro. La clase media se mide en dinero, pero el dinero no hace a la felicidad. El bienestar social (la cartera de consumos de los hogares) está en gran medida compuesto por bienes públicos. El trabajador que ahora tiene mayor poder de compra es el mismo que viaja todos los días dos horas como sardina exponiéndose a la inseguridad urbana y ferroviaria, el mismo que paga la cuota del colegio parroquial para eludir los paros o el deterioro edilicio, o la prepaga para evitar el racionamiento en el sistema de salud pública.
Cuando el problema básico de ingreso se soluciona, uno advierte el resto de los problemas (sólo cuando se accede a algo se aprecia su calidad). Y entonces nota que ahora consume más bienes privados pero menos (o peores) bienes públicos –y sale a la calle a protestar–. ¿Cuánto mejoró realmente la calidad de vida del trabajador urbano en Brasil?
Menos obvia es la conexión entre ambos lados de esta moneda. El déficit de bienes públicos es, en algún sentido, el reverso del boom de las clases medias: el gasto público que sostiene el ingreso privado con subsidios y transferencias limita la inversión pública en servicios.
¿Cómo se reconcilia este contraste entre ingreso y calidad de vida? Como decía mi colega bolivariano, una “sociedad de clase media” es aquella donde el estándar de vida es elevado por la calidad de los bienes públicos. Los bienes públicos sostienen e igualan. ¿Por qué si no en Europa, aun con salarios modestos, se vive mejor? ¿Por qué, aun con la crisis terminal del Mediterráneo, están tan lejos de nuestras penurias de 2002?
Dado que el incremento de salario mínimo o de la transferencia es del gobierno, que lo da, mientras que el deterioro de los bienes públicos es lento y difuso (no es de nadie en particular), es fácil entender que el político cortoplacista priorice lo primero a expensas de lo segundo. Ahora que las demandas están a flor de piel, ¿algún político tendrá el coraje de explicarle al votante que para tener mejor educación y transporte en el futuro es preciso ahorrar más en el presente?
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