miércoles, 26 de septiembre de 2012

Tasas Chinas 1.12: Ambos lados, ahora



Les dejo el programa número 12, acá y acá. Henderson nos habla de las nubes, Olivera desde Barcelona del cupón del crecimiento y del crecimiento del país y Agustín Campero en estudios de dónde estuvo el radicalismo la noche de las cacerolas y de la vida del Nuevo Cine Argentino.

Soundtrack: Joni Mitchell x 2, El Chavez y TuneYards.

martes, 25 de septiembre de 2012

Palermo Paris

Nuevo set de fotos caseritas, esta vez fruto de caminata palermitana. Poco ejercicio y mucha contemplación.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Tasas Chinas 1.10: Time warp

Se me había olvidado dejarles el programa 10, con el debut de Sofía Wiñazki como columnista. Acá y acá.

Olivera desde Madrid, Galperín alimentando al troll de Mavrakis y Wiñazki sobre la apropiación burguesa del arte efímero.

Soundtrack: Stone Roses, Bunbury, James, Aphex Twin y Beth Orton que, después de una larga noche de marcha en Bogotá, escribe: "Running down a central reservation in last night's red dress".

martes, 18 de septiembre de 2012

Tasas Chinas 1.11: Caceroleros indignados, la moveable feast de Olivera y la cama de Galperín



Ya está el audio del programa 11 acá y acá. Novaro y Casullo debaten el síndrome de las cacerolas, Olivera habla de China desde el Moulin Rouge y Galperín recomienda  un olvidado autor inglés de entreguerras con nombre kafkiano. Soundtrack: Amon Tobin, Matthew Dear, Matthew Chedid, the XX & Divine Fits.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Postales de Barbados

En otro ejercicio de diversificación (dispersión) libidinal, la discusión económica en el marco de la Latin American Finance Network que organizan el BID y el Banco Mundial despertó en mí el apetito fotográfico, al punto de inducirme a postear una selección de fotos playeras acá.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Adiós al mundo feliz

En innumerables análisis de la Gran Recesión que comenzó con la crisis hipotecaria estadounidense, se globalizó tras la quiebra de Lehman Brothers, se mestatasizó con la crisis de deuda de la Europa periférica y aún nos persigue como una gripe mal curada, es común referirse a una nueva normalidad (new normal) en la que sobreendeudamiento, el desempleo y la aversión al riesgo se traducen en tasas deprimidas, crecimiento modesto y alta volatilidad. En el peor de los casos, un Lehman europeo que nos lleve de vuelta a 2008; en el mejor y más probable, una aterrizaje chino a tasas de 6% o 5%, un crecimiento modesto en EEUU y una japonización europea. En suma, poco viento de cola para que los emergentes surfeen la bonanza sin preocupaciones. 

En este contexto, se menciona que estamos ante un brave new world, en alusión a la célebre distopía de entreguerras de Aldous Huxley. Esta referencia es a la vez curiosa e iluminadora. En las crónicas de la crisis el brave new world es literal: remite a un mundo nuevo, desafiante, peligroso. En Huxley, en cambio, el título es irónico: alude a La Tempestad de Shakespeare y a la felicidad ilusoria de Miranda en su vida insular, engañosamente armónica, alejada de la realidad. La misma ironía está presente en el título en castellano: Un mundo feliz. Esta interpretación menos literal permite una analogía más interesante con la crisis global: no son estos los años difíciles y desafiantes, sino que aquéllos, los de la Gran Moderación y el boom de commodities, fueron los años felices. Felices, claro, en el sentido distópico de Huxley: una felicidad prozac, artificial. Según esta segunda interpretación, el mundo no estaría atravesando una tormenta temporaria antes de regresar a la senda virtuosa de los 2000s sino que estaríamos volviendo, luego de una larga fiesta, a algo más parecido a los no tan felices 90 de bajo crecimiento.

Esta distinción es esencial desde el punto de vista de economías emergentes como la nuestra. Si esta evolución marca el fin del viento de cola, surgen varias preguntas obvias. En nuestro caso particular, no sólo cuál es la verdadera inflación o el verdadero crecimiento sino en qué se fueron estos años dorados: cómo mejoró la distribución de la riqueza, cuánto crecieron el capital físico y humano y la productividad; en fin, cuánto de lo anunciado en el relato existe en la realidad por fuera de la TV pública y de la tanda de Futbol para Todos. O qué pasó en el mundo mientras los escribas oficiales soñaban el fin del capitalismo y la decadencia del imperio americano.

Pero para los menos nostálgicos, aquéllos que no se preocupan tanto por la historia clínica del paciente como por su diagnóstico y tratamiento, la pregunta es otra, más básica: ¿Cómo seguimos de ahora en más?

Lo primero que salta a la vista es la necesidad de barajar y dar de nuevo. Más allá del mensaje equívoco de blandir una blackberry ensamblada en Tierra del Fuego como señal de industrialización, lo cierto es que esa industrialización idealizada de sustitución de importaciones, frontera tecnológica y manufactura compleja y masiva, que enamora a gran parte de la profesión y a no pocos líderes políticos es hoy –y probablemente haya sido siempre– un sueño imposible.

Argentina (como Brasil, Chile, Colombia) es un país de ingresos medios altos con mano de obra más cara que la de Corea al inicio de su industrialización (o la de los países que tomaron la posta de los tigres asiáticos: China, Filipinas, Indonesia) y menos productiva que la de países industrializados con salarios altos. En otras palabras, somos caros tanto para ensamblar blackberries como para producirlas. Y si bien todos los países tienen sectores subsidiados por distintos motivos, no se puede subsidiar todo todo el tiempo porque sencillamente no hay recursos para hacerlo.

No estamos solos en esta encrucijada. En los 2000, la bonanza de la protección cambiaria (en muchos casos, resultado de las devaluaciones masivas de las crisis de los 90), el crecimiento mundial y el boom de commodities disfrazaron esta falta de modelo. Bastó con corregir los desequilibrios macrofinancieros para alcanzar récords de crecimiento y alimentar expectativas de una década latinoamericana. Lamentablemente, el crecimiento no es desarrollo: con monedas apreciadas y una demanda mundial letárgica, los 2010s no serán nuestra década.

A los historiadores económicos les queda la tarea de dirimir en qué medida la falta de reformas y el resultadismo económico de los 2000s se debió a la maldición de los recursos naturales. Lo cierto es que si uno tuviera que escoger historias que nos ayuden a repensar el modelo de desarrollo (que excede la industrialización tradicional) que permita preservar y elevar estos salarios, los nombres que vienen a la mente son todos ejemplos de desarrollo que han sabido explotar la renta de los bienes primarios: Canadá, Australia, Noruega –agregando valor a las commodities, desarrollando el sector de servicios, facilitando y regulando la actividad privada.

Por otro lado, los insumos del desarrollo de países de ingresos alto son educación, infraestructura, financiamiento, reglas de juego justas y transparentes. Sin embargo, la mayoría de los países de la región muestra escasos progresos en estos frentes –y, en nuestro caso, un retroceso.

Muchos políticos y economistas del mundo desarrollado miran la poscrisis mundial como una dura transición hacia el crecimiento. Le prenden velas a Bernanke, Draghi y China para que terminen con la pesadilla. Sin embargo, ya va siendo hora de aceptar que los buenos años no volverán, que si con el viento de cola desandamos las penurias de las crisis y ganamos equidad y estabilidad financiera, el desarrollo económico sigue siendo una asignatura pendiente. Y que, más allá de viejas recetas y nuevos slogans políticos, nuestro modelo de desarrollo aún está por escribirse.

(Columna publicada hoy en el suplemente económico de La Nación.)

viernes, 7 de septiembre de 2012

Ingreso, pobreza, riqueza

Les dejo mi columna de hoy en La Nación online:

Tres incertezas complican el debate sobre la pobreza en Argentina.

La primera es que la pobreza se mide en base a una canasta básica de consumo que, según aseguró la directora del INDEC hace unos días, “no tiene ningún valor para saber cómo vive el pueblo” –lo que sugiere que hay muchos más pobres que los pobres del INDEC, o que los pobres del INDEC son cada vez más pobres. Este déficit de información, sin embargo, es subsanable: existen buenas aproximaciones privadas de la canasta básica.

La segunda duda, menos idiosincrática y más compleja, también se relaciona con la falta de datos. En este punto, para no perderse en cuestiones semánticas, conviene ir por partes.

¿Con qué datos contamos? Tenemos buena información del ingreso que los hogares perciben del trabajo, de los beneficios previsionales (pensiones y jubilaciones) y de la asistencia social (seguro de desempleo, asignaciones). En nuestro país, la fuente es la Encuesta Permanente de Hogares (a diferencia de países como Brasil o México, nuestro censo no incluye preguntas sobre ingreso).

Dado que es éste el ingreso del que hablamos cuando hablamos de pobreza y equidad se entienden algunos patrones familiares. Por ejemplo, la alta correlación con el empleo (el desempleado, sin ingreso laboral, es a los fines estadísticos un pobre, sobre todo cuando las redes de protección social tienen alcance limitado) o el efecto benéfico de transferencias como la Asignación Universal por Hijo (en algunos hogares, el principal ingreso) o las mejoras, más graduales, asociadas a la recuperación del salario real. De ahí, el deterioro brusco de la pobreza y la equidad en las crisis, su pronta recuperación en las poscrisis y su amesetamiento posterior.

De los otros ingredientes que son parte esencial del ingreso efectivo (es decir, del consumo y la calidad de vida) de las familias y su distribución sólo hay aproximaciones imprecisas. Algo sobre la distribución de las transferencias públicas “en especie” (bienes públicos o subsidiados como educación, salud, seguridad, transporte, servicios básicos, que son parte de lo que los economistas llaman distribución secundaria del ingreso) y casi nada sobre las rentas financieras, siempre difíciles de estimar y en muchos casos no declaradas.

Sin embargo, el problema fundamental para hablar de pobreza quizás sea el menos visible: no tenemos datos de riqueza.

No todo ingreso es riqueza

Empecemos por el final: una mejora en la distribución del ingreso (por ejemplo, por recuperación del empleo o mejora del salario) puede derivar fácilmente en un deterioro de la distribución de la riqueza. Por ejemplo, si los trabajadores consumen todo su ingreso en bienes y servicios, la mayor parte del incremento del ingreso terminará en la mano de los proveedores de esos bienes y servicios: sus empleadores.

Algo parecido sucede si los instrumentos de ahorro con los que cuenta el trabajador pierden valor a manos de la inflación. Por ejemplo, una política de tasas de interés bajas contribuye al ahorro del deudor (es decir, de los sujetos con acceso al financiamiento: clase media alta, empresas, gobierno) a expensas del ahorro del ahorrista (es decir, del depositante, o del consumidor que guarda su salario en una cuenta sueldo a tasa cero). Así, al final del día, un incremento del ingreso relativo de los que menos tienen puede traducirse en un incremento de la riqueza relativa de los que más tienen.

Detrás de esta aparente contradicción hay una distinción trivial: el empleo y el subsidio, al aumentar el ingreso corriente, reducen la pobreza de hoy pero no la de mañana; para reducir la pobreza de manera permanente (para salir de la pobreza) se necesita un empleo o subsidio permanente o, si aceptamos que ninguna de las dos opciones es deseable o viable, un ahorro.

Desde esta perspectiva de largo plazo, la riqueza (es decir, el valor de los ahorros acumulados) sería algo así como el negativo de la pobreza. ¿Y qué podemos decir de la distribución de la riqueza? Hasta tanto se incluyan preguntas específicas en los censos y encuestas, bastante poco.

Por ejemplo, sabemos que, en las crisis, el gran ahorrista (por estar más alerta o por ser alertado con anticipación) huye antes que el pequeño (que muchas veces no sale). Si a esto le sumamos la concentración del ahorro financiero en los hogares más ricos y los costos de invertir en el exterior, podríamos inferir que la mayor parte de los ahorros argentinos dolarizados en el exterior está en manos de la población de mayores ingresos. En ese caso, si bien el efecto de una devaluación postcrisis sobre la distribución del ingreso suele ser progresivo (por su efecto benigno sobre el empleo), su impacto sobre la distribución de la riqueza sería regresivo.

Riqueza y vivienda

El mejor ejemplo de esta inequidad de hoja de balance –el único para el que tenemos algunos datos– es más cercano en el tiempo.

Con los recaudos que exige toda generalización, podría decirse que las familias ahorran fundamentalmente en ladrillos. Hay otros ahorros, claro: en impuestos y aportes para financiar el sistema de servicios públicos y protección social en países europeos o en Canadá; en seguros de retiro países con estados más reticentes como EE.UU. o Inglaterra. Pero, en ambos casos, la hoja de balance familiar presentará en general deuda hipotecaria del lado del pasivo y metros cuadrados del lado del activo.

Este patrón no es prerrogativa de las clases medias del mundo desarrollado; también se aplica a hogares humildes en países en desarrollo con mercados hipotecarios menos inclusivos. Así, en barrios carenciados de América Latina puede verse el ahorro de hormiga de ladrillos apilados, o el trabajo de fin de semana para levantar una nueva habitación o un nuevo baño.

En ese esquema, la falta de protección contra la inflación –el abuso a veces deliberado del impuesto inflacionario– inhibe ambos tipos de ahorro.

Del lado de las hipotecas, el efecto es claro: las encarece. El tradicional sistema francés de cuota fija exige cobrar en las primeras cuotas lo que la inflación licuará en las últimas; por eso, la primera cuota es hoy tan alta que pocos califican. Y la solución natural a este dilema, la indexación a la inflación, requiere de un índice libre de manipulación que hoy se ve lejano.

Las consecuencias directas se ven en los datos: según el censo, el porcentaje de familias que alquilaban su vivienda, que había bajado en los 90, subió de 11% en 2001 a 16% en 2010. El deterioro no se debió a la crisis: la EPH muestra que la tasa de inquilinización tuvo un sendero ascendente en los últimos años –previsiblemente, más empinado para las familias jóvenes de sectores medios que tuvieron y perdieron el acceso al crédito.

¿Adónde fueron estos ahorros? Para responder esto basta mirar cómo en las carteras de los bancos el stock de hipotecas va siendo gradualmente reemplazado por préstamos personales y tarjetas. Lentamente, la familia argentina pasó de ahorra en ladrillo a “ahorrar” en autos y LCDs –o simplemente a no ahorrar, consumiendo sus excedentes.

Esto no implica que el país como un todo no haya ahorrado; por el contrario, el consumo de unos es el ahorro de otros, como lo atestigua la sólida rentabilidad de las empresas que alimentan ese consumo –o el desendeudamiento del gobierno, beneficiado por las tasas bajas y la licuación inflacionaria.

Lo que la creciente inquilinización de la familia argentina nos dice es que la redistribución progresiva del ingreso medido por la EPH probablemente haya convivido con una redistribución regresiva de la riqueza. En términos más simples, que el aumento de ingreso fue en muchos casos pan para hoy; que la recuperación del empleo redujo la pobreza pero no necesariamente sacó a las familias de la pobreza.

En fin, que un modelo inflacionario de tasas bajas que incentiva el consumo a expensas del ahorro genera una inequidad de hoja de balance, menos visible pero más duradera, que invierte la premisa, heredada de la inmigración, del ahorro como instrumento de movilidad social.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Tasas Chinas 1.9: Chavez galore


Ya está online el audio del programa 9 donde discutimos con Artemio López los alcances de la chavización económica, políticia pero sobre todo sociocultural de la sociedad argentina:
acá y acá.










De yapa, una editorial musical, algo desactualizada en la RD pero actual por estos lares, del pana Juna Luis Guerra.