(Publicado el 26 de julio en El Cronista)
“Tal vez por eso de que problemas extremos justifican soluciones
extremas, los países en desarrollo han despertado entre los economistas una
creatividad que en economías desarrolladas pasarían por expresiones
minoritarias o risueñas –o peor, peligrosamente radicales.” Así empieza
“Remedios Exóticos”, el capítulo de La Resurrección:
Historia de la Poscrisis Argentina que dedicamos con Diego
Valenzuela a pasar revista a la heterodoxia desinhibida a la hora de proponer
soluciones a la crisis. Como relatamos en el libro, “a principios de 2002, cuando se presagiaba la
desaparición del peso y del sistema bancario doméstico, viejas y nuevas ideas
se sumaron a la discusión poscrisis, la mayoría de ellas unidas por un
denominador común: la casi total ausencia de precedentes o referencias en la
historia económica mundial…Entre estas, sin duda las que generaron más atención
fueron las que se centraron en la estabilización monetaria (por ejemplo, la
dolarización oficial) y el sistema financiero (por ejemplo, la banca narrow).”
¿En qué consistía la dolarización? “Técnicamente, en la sustitución de
los billetes y monedas en circulación por billetes y monedas estadounidenses. Ubiquémonos
en el 10 de enero de 2002, cuando la base monetaria (el circulante más los
depósitos de los bancos en el Banco Central) alcanzaba los 12.048 millones de pesos, y las
reservas (luego de descontar los
depósitos en dólares de los bancos comerciales en el B.C.R.A.) sumaban 8.876 millones de dólares. La
dolarización, en su versión más primaria, habría implicado la compra de los
pesos con los dólares de las reservas. La paridad peso-dólar resultante habría
surgido de dividir 12.048
millones de pesos por 8.876 millones
de dólares: 1,36 pesos por dólar.
Si las autoridades hubieran optado por guardarse un puñado de divisas para el
caso de que algún banco necesitara una ayuda temporaria (un redescuento en
dólares), la paridad habría sido ligeramente mayor –pero aún cercana–al mágico 1,40 que guió la pesificación de depósitos y
el inicio de la flotación.”
“Para los que pensaban la convertibilidad como un camino de ida, la
dolarización era la consecuencia natural que ponía fin a las molestos episodios
de stress financiero fruto de la credibilidad imperfecta del régimen vigente.
Para aquellos que, como Cavallo, concebían la convertibilidad como un esquema
transitorio de estabilización de precios, la dolarización representaba la
perversión del sistema, la confusión del medio con el fin. Lo mismo
representaba para sus detractores, que veían en la dolarización la
profundización de los defectos de la caja de conversión.” La dolarización tuvo promotores de
prestigio: el economista de Harvard Robert Barro, tras declarar que el viejo
Cavallo de la convertibilidad era “uno de mis héroes”, se lamentaba que nuevo Cavallo ensayara una salida tibia
de la Convertibilidad con su “canasta de monedas” (otra invención para agregar
al Hall of Fame a lista de excentricidades), expresando su deseo de que
“recapacite y logre un golpe de timón en la economía argentina”, adoptando “un
plan más audaz: dolarización total de la economía, sujeta a negociaciones con
Estados Unidos para extender el libre comercio a la Argentina.” Tras la devaluación y
pesificación de activos a principios de 2002, cuando la dolarización se volvió un
destino alternativo recordado con nostalgia, sus promotores se centraron en el
re-establecimiento de la caja de conversión: Nancy Birdsall, directora del
Center for Strategic and International Studies, think tank de Washington, proponía “una convertibilidad ligeramente
alterada” como “el menor de los males.” Y Rudiger
Dornbusch, defensor de la dolarización en los 90, pedía “un nuevo plan
temporario de convertibilidad –digamos, a dos pesos por dólar, simplemente porque
este es el siguiente número redondo después del uno a uno” –una visión de país
en la que el redondeo era del orden del 100%.
En relación al sistema bancario, “en 2002 la creencia general era que
los depósitos salían (lentamente, a través de desprogramaciones del corralón y
goteo del corralito) para nunca más volver […] Dos ideas se discutieron con
pasión en esos días fundacionales: la banca narrow
y la offshorización del sistema financiero.” La banca narrow (banca ¿“estrecha”?) “consiste esencialmente en un sistema
en el que los depósitos de los particulares se invierten en activos financieros
líquidos de bajo riesgo de crédito, de modo que, si por algún motivo los
depositantes se presentan en masa a retirar sus ahorros, el banco puede obtener
el dinero de inmediato sin necesidad de costosas liquidaciones de activos de
largo plazo. […] Los depósitos se prestan por plazos superiores a los pactados
por los depósitos. Así, si mañana se presentan los depositantes a exigir su
dinero, el banco no está en condiciones de pagar. […] No así en la banca narrow: los fondos se invierten, por
ejemplo, en títulos del Tesoro americano, que el banco vende sin pérdida al
momento de devolver los depósitos. No más corridas. No más descalce de moneda.
No más crédito. En efecto, el problema fundamental de la banca narrow es que, como su nombre sugiere,
es demasiado estrecha. Como
indicaba Raghuram Rajan, en un trabajo académico años antes de ser nombrado
economista jefe del FMI, ‘al partir los
bancos en compañías financieras y fondos de activos líquidos (la llamada
propuesta de banca narrow), nos
arriesgamos a tirar al bebé con el agua de la bañera’ ”.
“Tal vez, la propuesta que quedará en los registros históricos como el
pináculo del enfoque experimental con el que se miraba desde el exterior a la
desahuciada Argentina de principios de 2002, es la que formularán los economistas
del MIT Rudiger Dornbusch y Ricardo Caballero en una columna de opinión en el Financial Times del 8 de marzo: ‘Argentina es como Europa en los primeros
1920s, es tiempo de soluciones radicales. Argentina debe ceder transitoriamente
su soberanía sobre todos sus asuntos financieros.’ El modelo: La Liga de las
Naciones tras el final de la segunda guerra mundial, que impuso a los países
derrotados un Comisionado General extranjero residente encargado de firmar cada
factura de gasto, de supervisar al banco central y de monitorear el avance de
la reforma.”
“El 6
de marzo, el Financial Times
anticipaba el tono de la editorial de Caballero y Dornbusch con un artículo
titulado No se puede confiar en Argentina,
en donde comparaba la situación local con la de las economías europeas en los
primeros años 20, previos a las hiperinflaciones. Y adelantándose
un año a sus colegas foráneos, el 5 de febrero de 2001, un dúo de consultores
locales, en una nota en Ámbito Financiero
titulada Falta un blindaje contra políticos poco
capacitados, ya proponían una versión local, más moderada, del protectorado: un ‘blindaje
institucional para eliminar cualquier chance de que políticos y economistas
incapacitados o ineficientes puedan seguir pegando bandazos en materia de políticas
públicas que pongan en jaque todo un país....Un camino posible será un acuerdo con el gobierno
de Estados Unidos’ ”.
Si la debacle de 2001/2002 exacerbó el vale todo de propuestas
fundacionales, la historia argentina reciente nos ofrece experimentos
económicos tanto antes como después de la crisis. Como me recuerda Mario Damill
en una charla sobre la memoria selectiva, pocos recuerdan que en diciembre de
1989, a meses de asumir Carlos Menem, una corrida cambiaria puso fin al llamado plan Bunge y
Born y por varios meses las tasas de inflación fueron de dos dígitos y
crecientes (a partir de marzo de 1990 la espiral se detuvo pero en un nivel
alto: la inflación promedio mensual
para el resto del año fue de 11%) y que en enero de 1991 hubo otra corrida
cambiaria que se cobró al entonces ministro Érman González, antecesor de Cavallo.
En ese marco, la convertibilidad –que, gracias a la efímera celebridad de la versión
argentina, fue fugazmente asimilada a la ortodoxia económica– fue también una
muestra de desesperada heterodoxia, cuyo único precedente al momento era la
atípica isla de Hong Kong, colonia y centro financiero internacional. Por eso
no sorprende que en su nacimiento la convertibilidad fuera saludada con
escepticismo por el FMI y los economistas del mainstream –algunos de los cuales, como Dornbusch, se convertiría
en entusiastas corredores de la idea.
Domingo Cavallo, comúnmente estigmatizado como “ortodoxo” y “neoliberal”
(cualquiera sea el sentido de estos términos) no regaló varias otras
heterodoxias en la vorágine de 2001; entre ellas, la ya mencionada
convertibilidad a una “canasta de monedas” (50% dólar y 50% euro) y los planes
de competitividad. Otras, adoptadas bajo su gestión, fueron importadas, de Brasil
(el impuesto a las transacciones financieras) o de Washington (la reconversión
del sistema previsional estatal a uno de fondos de pensión, un experimento en
el que nos acompañaron varias economías de la región…y ninguna economía
desarrollada).
¿Y qué decir de las cuasi monedas como el Patacón o el Lecop, aquellas
invenciones colectivas destinadas a burlar el yugo sobre la emisión monetaria impuesto
por la convertibilidad, poniendo en evidencia los límites prácticos de atarse
al mástil cuando el barco se hunde?
La gestión de la post convertibilidad no ha escatimado ingenio para
resolver problemas tradicionales como la inflación o el pago de la deuda de
modo no tradicional. Desde los "planes para todos” –que, de la mano de Guillermo Moreno, subsidiaron
la carne, el pescado, el cerdo, los lácteos y las verduras y, con la marca NYP
(Nacional y Popular), la ropa –hasta la ya clásica suspensión de la
convertibilidad de la moneda (el cepo), pasando por el cierre de exportaciones para
aumentar la oferta y bajar el precio (a expensas de una menor oferta y un mayor
precio en el futuro, como testeamos con la carne y, ahora, con el trigo) o la
electrónica fueguina (sin impacto en el intercambio de dólares ni en la generación
de valor, pero onerosa en términos fiscales).
De todos estos prototipos en tamaño real, el último –y a simple vista el
más curioso– es el CEDIN, uno de los instrumentos para blanquear dólares no
registrados, a priori con dos fines: alimentar las menguantes reservas y
estimular el catatónico mercado inmobiliario. Un problema con el CEDIN (que
delata su naturaleza de trabajo práctico grupal) es que estos dos objetivos se contraponen:
si se usa en una transacción inmobiliaria, queda aplicado y probablemente se canjee
por dólares, cancelando en incremento en las reservas. Es decir que, si el
CEDIN sirve para una cosa, no sirve para la otra.
Las sucesivas extensiones de los usos del CEDIN (en el que algunos han
querido ver una suerte de cuasi moneda con vencimiento inmediato, a diferencia
de las de 2001 que vencían al año) revelan una esmerada improvisación. Pero, despojado
de la confusión normativa y el voluntarismo retórico, el CEDIN no es más que un
híbrido entre lo que pretendía ser (una venta futura de dólares para calmar al blue, como sí lo sería el otro bono
blanqueador, el BAADE, si no sufriera la competencia del CEDIN) y un plan
ProCreAr (la canalización de fondos frescos a un sector deprimido a expensas de
un subsidio fiscal).
Y, así como los ya mencionados planes de competitividad fueron
demasiado poco demasiado tarde para revertir el colapso de la demanda, el CEDIN
no sustituye la falta de activos de ahorro en pesos que está en el origen de la
corrida y el cepo; de hecho, en el caso improbable de que el CEDIN se usara
para transacciones cotidianas como se ilusiona el gobierno, esta sustitución de
moneda induciría una menor demanda de
pesos y una mayor inflación.
¿Será el CEDIN el último capítulo de esta saga de remedios exóticos, reflejo
de nuestra propensión a renegar de lecciones ajenas y a reinventar la rueda
para resolver problemas ya resueltos?