(Publicada el 23 de septiembre en La Nación. Versión editada de un post anterior.)
Sólo
este año entraron al Congreso cerca de 20 proyectos para modificar aspectos del
impuesto a las ganancias. El tema está de moda, sobre todo en su versión estándar
"enroque de impuestos", que consiste en subir el mínimo no imponible compensando
la merma de recaudación con la eliminación de exclusiones, principalmente la de
la denostada renta financiera (en versión aumentada, algunos proyectos incluyen
una actualización de la escala de ganancias y monotributo, financiada con
buenas intenciones). Así planteado, sin embargo, el enroque tiene más de
expresión de deseos que de iniciativa viable –con un efecto final sobre la
equidad distributiva al menos debatible.
Dejemos
por un momento la discusión bizantina sobre si el salario es o no ganancia. Probablemente
coincidamos en que un salario de subsistencia no lo es y que un salario de 150
mil pesos por mes sí, por lo que entre estos dos extremos habrá algún nivel de
salario mínimo por encima del cual debería tributarse el impuesto. Probablemente
también coincidamos en que, una vez establecido este salario mínimo no
imponible (MNI), idealmente acompañado por una escala ascendente de tasas de
ganancias que garantice que el más rico pague una parte mayor de sus ingresos,
es necesario actualizarlos para compensar por la inflación –actualización que
está de hecho estipulada en la reglamentación vigente (el decreto 649/97 incluye la
indexación al índice de precios mayoristas) pero inhibida por artículo 10 de la
Ley de Convertibilidad (un sobreviviente duro de matar).
Hace
unas semanas, ante las urgencias electorales, el gobierno finalmente respondió
con un aumento importante del MNI (en rigor, un subsidio, debidamente
notificado en el recibo de sueldo, en línea con la obsesión clientelista que
distingue otro rubros del gasto público) y de la escala del monotributo. Con
esto, redujo aún más la ya escasa progresividad del impuesto (ya nadie paga las
alícuotas más bajas) y congeló el debate hasta marzo de 2014 cuando la
inflación vuelva a comerse gran parte del aumento y el tema resurja en las
paritarias.
Ahora
que pasó el furor, no está de más volver sobre algunos aspectos de la política
tributaria (en el sentido literal del entrecruzamiento de la política con los
impuestos) que quedaron en un segundo plano durante el festival de proyectos de
reforma.
Para
empezar, está el hecho de que los números del “enroque de impuestos” no
cierran. El costo del “subsidio” a los trabajadores que ganan hasta 15000 pesos
sería de 4500 millones (correspondiente a su aplicación en el cuarto trimestre de 2013) mientras que el ingreso por el impuesto a la renta
financiera, reducido al 15% sobre la compraventa de acciones no cotizantes y al 10% sobre la
distribución de dividendos, espera recaudar 2100 millones. ¿Cómo se
paga la diferencia? Según el gobierno, con “esfuerzo fiscal” (ajuste del gasto,
suba de impuestos) –o, caso contrario, con elasticidad monetaria (inflación).
Algunos
proyectos de la oposición fueron previsiblemente más agresivos en su avance sobre
la renta financiera como fuente de ingresos. Propusieron, por ejemplo, cobrar ganancias
sobre la renta de títulos públicos –lo que en rigor sería dispararse en el pié,
ya que el inversor arbitraría exigiendo un interés más alto en los bonos públicos
para compensar el impuesto, con lo que el gobierno pagaría por un lado lo que
recauda por el otro. Propusieron también gravar el interés de los depósitos a
plazo fijo –haciendo aún más negativa la tasa de interés que perciben los
ahorristas en pesos, e incentivando la dolarización o la suba de tasas (de
hecho, hablar de inversiones especulativas para referirse a un depósito que pierde
cada año 10% de su valor real es casi tan cuestionable como cobrar ganancias
sin ajustar por inflación).
Lamentablemente,
ganancias aún sigue siendo un impuesto más progresivo que sus sustitutos. Es
cierto que, como se ajustó el MNI pero no la escala, hoy las alícuotas en
vigencia varían entre 27% y 35%, lo que hace que, una vez tomadas en cuenta
diversas exenciones, todos los asalariados alcanzados por el impuesto terminen pagando
porcentajes similares de sus ingresos. Pero esto no lo hace inferior a las
alternativas, en las que este porcentaje cae
con el ingreso: el impuesto al trabajo (aportes patronales) golpea principalmente
sobre la demanda de empleo no calificado, y el IVA y la inflación inciden más
en hogares de ingresos medios y bajos donde se consume una proporción mayor del
salario y done el acceso a instrumentos financieros que protejan contra la
inflación suele ser menor.
“Es
recaudación que se está cobrando de más, resignarla no tiene costo”, me decía
el otro día un colega intentando justificar su propuesta de subir el MNI sin
financiar el hueco fiscal. Pocos conceptos económicos son más impopulares que
el de la restricción presupuestaria, el “nada es gratis” que liga los gastos
con los ingresos cuando no sobra plata. Pero la economía es la asignación de
recursos escasos: todo peso que se deja de cobrar en ganancias es un peso menos
para gastar en…lo primero en lo que uno gastaría si tuviera un peso más.
Por
eso, la pregunta no es tanto si la actualización de ganancias es razonable (lo es)
sino cómo se la incorpora en el presupuesto para que, en términos
distributivos, el remedio no sea peor que la enfermedad.