(Publicada el 27 de octubre de 2013 en Diario Perfil)
Desde su origen iluminista –que asociaba el Progreso al progreso de la condición humana– pasando por su versión postindustrial –que enfatizaba el rol del Estado para corregir la inequidad del capitalismo salvaje– el término fue adoptado por el regulacionismo conservador de Disraeli, el antiimperialismo americano de Woodrow Wilson, el liberalismo social australiano o la nueva izquierda europea. Extrayendo el menor común denominador de esta enumeración variopinta, podríamos decir que el progresismo socioeconómico, opuesto al status quo (conservado por el conservadurismo) promueve una visión moderna, humanista y superadora del capitalismo. Para usar un argentinismo electoral, rescata todo lo bueno y rechaza todo lo malo. El progresista desea, como Arthur al final del Picnic Extraterrestre: “¡Felicidad gratuita para todos!”
Pero el progresismo es en la práctica mucho más que la épica Prozac a la que nos tienen acostumbrados los esmerados concursantes al Miss Política. Por ejemplo: los economistas, con su obsesión por la distribución de las tareas, tienden a pensar el desarrollo en dos movimientos, uno en el que se produce valor y otro en el que (el Estado) lo distribuye, tratando de que el segundo ni inhiba ni se someta al primero. En este mundo playmobil, un conservador priorizaría la producción y un progresista la distribución (de ahí su preferencia por un Estado fuerte, que a veces confunde con un Estado con sobrepeso). En el medio hay muchos matices, claro, pero no todo es lo mismo.
Gugleando “progresismo” salta en tercer lugar un texto de Sebastián Etchemendy publicado en El Dipló (esa meca progrevintage) titulado “Contra el Progresismo Liberal”, donde SE señala que el progresismo liberal combina aspectos de izquierda (el cuestionamiento a los poderes económicos y a la represión estatal) y de tradición liberal (la denuncia contra la concentración de poder presidencial y sus implicaciones: la marginación del Congreso y de las provincias). El autor no oculta su desconfianza de los frenos y contrapesos al Estado, que ve, como otros antes que él, como guardianes del status quo. Dice: “la ampliación de derechos sociales generalmente va desde Ejecutivos fuertes hacia el Congreso y el Poder Judicial, y desde el poder estatal central a las periferias federales, y no al revés.” Así, se justifica la deriva del progresismo latinoamericano a un populismo de capacidades democráticas diferentes. Así, 300 años después del liberalismo social de John Locke, la expresión progresismo liberal se vuelve casi un oxímoron.
No tiene sentido ahondar en la disquisición retórica entre izquierda y derecha que atraviesa esta versión autóctona del progresismo. Después de todo, la derecha no existe –o si existe, es un hijo indeseado que nadie viene a reclamar. Además, el término, se sabe, proviene de la ubicación en la Asamblea Constituyente francesa de 1789 de aquellos que, para la nueva Constitución, apoyaban el poder de veto absoluto del Rey (por oposición a un veto sólo temporal). Podríamos decir entonces que la derecha es, históricamente, prima lejana del hiperpresidencialismo, del Congreso como escribanía y de la eterna emergencia económica –lo que confundiría innecesariamente la topología local de un debate ya confuso.
Pero sí cabe rescatar al descuartizado progresismo. Así como una histérica en Freud es una mujer que sufre parálisis somáticas y en Villa Freud es una mujer amable e indiferente, el progresismo puede ser en algunos países la provisión de bienes y servicios públicos para igualar el bienestar y las oportunidades de los ciudadanos, y en otros (para usar la expresión de Noriega y Raffo en su libro “Progresismo”) un mero malentendido.
Hace diez días, en una cena del coloquio de IDEA, le preguntaron al orador, el inglés Jim Robinson, qué pensaba de la creciente popularidad de la responsabilidad social empresaria. Jim, profesor de Harvard y coautor del best seller “Por qué fracasan las naciones”, respondió que la responsabilidad empresaria era generar valor y cumplir con las reglas (tributarias, laborales, comerciales, ambientales) y que la distribución equitativa de este valor (¿lo “social”?) era la responsabilidad del Estado. Esa también es una versión del progresismo.