(Publicada el 28 de abril de 2013 en Clarín)
En 2006, vale recordar, Argentina ahorraba en pesos. En particular, para protegerse de una inflación ya en los dos dígitos, ahorraba en bonos y depósitos indexados al CER, un coeficiente de actualización en base a la inflación minorista lanzado a principios de 2002 precisamente para facilitar el ahorro y la inversión en un ambiente inflacionario.
En 2006, también vale recordar, entraban capitales al país: inversiones especulativas en bonos indexados e inversión directa en la economía real. Sobraban dólares, que el banco central absorbía mediante la acumulación de reservas. Sobraban por el alto precio de la soja y porque los ahorristas argentinos, y muchos extranjeros, dejaban parte de su dinero en el país. Y en pesos. Hoy la soja sigue alta, pero los ahorristas no ven la hora de salir.
En 2006, la inflación que se venía incubando desde 2004 –la misma que llevó en 2005 al entonces ministro Lavagna a sugerir que el crecimiento no inflacionario argentino estaba más cerca de 6% que del 9% verificado– se contuvo transitoriamente con un acuerdo de precios que, como el congelamiento actual, fue un analgésico que, sin otras medidas correctoras, sólo postergó los aumentos por unos meses, acumulándolos. Así, en enero de 2007 la variación mensual del IPC estuvo cerca del 2%, precipitando la intervención del INDEC.
La manipulación del IPC tuvo dos efectos sobre el ahorro en pesos. El primero fue la percepción, alimentada por el gobierno, de un default encubierto. Según el relato oficial, la operación apuntó a reducir los pagos (y el stock) de la deuda pública, de la que en 2007 el 40% ajustaba por inflación. Según esta versión, las críticas a los cambios en el INDEC eran fogoneadas por ahorristas en pesos indexados que se beneficiaban de una mayor inflación –en confabulación con sus cómplices, los funcionarios desplazados por el gobierno. A pesar de ser una racionalización tardía cocinada para las elecciones de 2007, esta explicación (“dibujamos la inflación porque queremos pagar menos”) se incorporó al dogma kirchnerista y fue versión oficial por varios años (hasta que, más recientemente, abrumado por la evidencia, el gobierno tiró la toalla y simplemente dejó de mencionar el tema). No sorprende entonces que el riesgo país argentino, tras un fugaz coqueteo con el brasileño en enero de 2007, haya sufrido el golpe de la manipulación del IPC, derrapando gradualmente a niveles de default y dejando al país afuera de los mercados de capitales a pesar de su solvencia financiera y del promocionado desendeudamiento.
El segundo efecto de la manipulación del IPC fue la eliminación de instrumentos de ahorro en pesos. Desde 2003, el Banco Central mantuvo las tasas de interés deliberadamente bajas (más precisamente, por debajo de la inflación esperada) con el fin de acelerar la recuperación. Esta decisión, posiblemente acertada a la salida de la recesión, favoreció el consumo a expensas del ahorro: si un depósito me paga menos que la inflación y mis ahorros pierden poder de compra con el tiempo, tengo incentivos para consumir más hoy, en vez de ahorrar hoy para consumir más en el futuro. La indexación a la inflación (por ejemplo, el depósito indexado el CER) era en 2006 la única manera de evitar esta desvalorización del ahorro. La manipulación del IPC significó que esta indexación ya no fuera a la inflación genuina sino a un número arbitrario que el gobierno informaba mes a mes. Así, el ahorrista argentino se vio ante la incómoda disyuntiva de consumirse sus ahorros o ahorrar en pesos con un retorno real crecientemente negativo. O, por último, ahorrar exclusivamente en dólares.
Fue la combinación de estos dos factores (falta de instrumentos de ahorro y percepción de un default implícito y permanente a los ahorristas en pesos, ambos fruto de la intervención del INDEC) lo que originó la salida de capitales y la falta de financiamiento externo que puso en marcha el proceso (escasez de dólares, caída de reservas, expectativas de devaluación, más salida de capitales) que gatilló el cepo cambiario a fines del 2011.
La inflación crónica jugó un rol accesorio en esta historia: a fines de los 80 y principios de los 90 Colombia vivió con inflación entre 20% y 30%, pero con tasas de interés reales positivas evitó la dolarización y la fuga de ahorros. La apreciación del peso también tuvo un papel secundario. Basta mirar cómo países como Brasil o Colombia, aún con apreciaciones y déficits de cuenta corriente mayores a los nuestros, enfrentan hoy el problema opuesto: un exceso de oferta de dólares que los obliga a acumular reservas. La diferencia entre ellos y nosotros no está en la competitividad de nuestras exportaciones sino en la competitividad de nuestra moneda como reserva de valor: hoy el peso es sinónimo de desahorro.
De lo anterior surge –espero– que una devaluación, si bien descomprimiría transitoriamente la presión cambiaria, no solucionaría el problema de fondo. Imaginemos, hipotéticamente, una devaluación real convencional: un dólar recontraalto que se traslade sólo parcialmente a la inflación. Es decir, un tipo de cambio tan alto que a partir de allí, por un tiempo, el dólar sólo pueda mantenerse estable o incluso caer. En ese caso, una tasa de depósitos del 15% con una inflación del 25% nos daría un retorno negativo en pesos reales (perderíamos en un año el 10% del poder de compra de nuestros ahorros) pero positivo en dólares (ganaríamos el 15%). Una situación parecida a la de 2007, cuando ahorrar en pesos era apenas el mal menor. Pero, con el tiempo, la inflación volvería a apreciar al peso, el dólar ya no se vería tan estable y la redolarización retornaría con fuerza.
Imaginemos, en cambio, un depósito que pagara una tasa de interés igual a la inflación genuina, como era el caso a fines de 2006. Es cierto que el inversor más sofisticado o con espíritu especulador miraría la evolución del dólar para elegir la denominación de sus ahorros. Pero la mayoría de las familias suscribirían un instrumento que les permita acumular ahorros sin que se los coma la inflación. Tasas reales positivas (o, al menos, neutras) exigirían, claro, una menor emisión monetaria: después de todo, las tasas bajas no son más que la contracara del tsunami de pesos. El gobierno tendría que buscar formas alternativas de financiamiento, pero muchos de los pesos que hoy buscan dólares en las cuevas a cualquier precio irían al banco, quitándole combustible a la corrida y favoreciendo el crecimiento y los ingresos fiscales. El mismo efecto sobre la tasa real tendría, cabe aclarar, una deseable pero, en el corto plazo, improbable caída de la inflación.
Nos estamos hablando de una utopía, sino de lo que sucedía en Argentina hace apenas seis años, o de lo que sucede hoy en los países vecinos. La intervención del INDEC acabó con eso.