viernes, 27 de diciembre de 2013

Tasas Chinas en Perfil: El año del desierto

(Publicada el 21 de diciembre en Perfil. Despedida del año de Tasas Chinas.)

Estamos con la heladera vacía a media tarde y no da para salir a la calle a chancletear en el asfalto viscoso. Por otro lado, mejor que esté vacía: metemos medio cuerpo adentro para refrescarnos cada vez que se corta la luz y el calor desciende como una nube de algodón sobre el departamento a oscuras. Faltan como mil horas para que llegue la noche o la lluvia y las esperamos quietos, boqueando.

Nos quedamos sin nafta a 50 kilómetros de todo y toca caminar o esperar a que alguien venga a recogernos. Midiendo las probabilidades, es mejor caminar. 50 kilómetros más adelante hay algo que puede o no ser un oasis y que, dada la situación, nada perdemos con imaginar como un oasis. Pero hay que cruzar el desierto. Mientras caminamos pensamos que no llegamos (con perdón de la aliteración), que esto no aguanta. Que el calor nos volverá locos y nos mataremos los unos a los otros como esos peces siameses que se devoraban entre sí en la película de Coppola. Rumble fish les decía Mickey Rourke, el chico de la motocicleta, y los comparaba con las banditas del gueto, apretadas en el calor y el hacinamiento del gueto, devorándose entre sí ante la mirada impávida o satisfecha de los policías irlandeses. (Mirá los peces, le decía sobre el final de la película el chico de la motocicleta al policía irlandés, no se pelearían entre ellos si estuvieran en el río, si tuvieran espacio para vivir). Así nosotros, mientras atravesamos los 50 kilómetros de desierto hasta el oasis que tal vez sea sólo un espejismo.

(Me cuenta una amiga que a los estudiantes de una universidad del conurbano los suele agarrar la policía para que los acompañen de testigos en las razias a las villas de la zona. Arriesgar la vida en un operativo policial es un deber civil, al parecer. Al estudiante le ponen un chaleco antibalas y lo arrean como mascota. A veces no pasa nada y se vuelve con una historia para la cena. Pero otras veces vuelan los tiros ante la mirada aterrada del pibe que hace un minuto pensaba en el examen de química y ahora piensa si saldrá entero de esta ciudad de Dios. Esta anécdota no tiene mucho que ver con el resto; no es fácil llenar cuatro mil caracteres sin luz ni agua.)

Si querés garpar 200 pesos de luz cada dos meses no podés pretender que funcione siempre, decía un tuit hace unos días sobre los apagones aleatorios. La premisa, en principio, aplicaría también a trenes y celulares (aunque tiene su contraejemplo en educación, donde gastamos más e igual no funciona). Si pagás barato no podés pretender, es la premisa. Pero ¿hasta qué punto es cierto? Nadie avisó que la tarifa subsidiada daba para 20 días de luz en verano, o que el abono telefónico incluía sólo dos hora de internet por día, o que el boleto barato venía con una ruleta rusa. ¿Cómo explicar ahora la letra chica del contrato populista, después de años de fiesta autocelebratoria y con 35 grados a la sombra? Esta penumbra caliente no es el mejor ambiente para reescribir el contrato, para racionalizar sus vueltas de 180 grados o las piruetas patéticas de sus becarios. Mal momento para explicar la naturaleza determinista de la década palíndromo: del corralito al desendeudamiento al palo al corralito, de la recesión a las tasas chinas a la recesión, del 20% al 54% al 30%, del descenso de Videla al ascenso de Milani. Y ahora resulta además que no teníamos ni para pagar la luz. El calor no ayuda, genera explosiones de bronca contenida, reacciones violentas, nos hace olvidar que el relato murió una muerte lenta y penosa en los últimos dos años y que hoy lo que queda es rescatar al país que estuvo hasta hace poco poseído por el relato. Nos queda rescatar el futuro, aunque más no sea para distraer la mirada de esta coyuntura pegajosa. Futuro es una palabra con resonancias líquidas, refrigeradas.

Nos quedamos sin nafta a 50 kilómetros de todo y por más que gritemos nadie nos vendrá a buscar. Estamos por las nuestras, como siempre. Así que hay que secarse el sudor, sacar las patas de la arena, levantar la mirada, cruzar el desierto.

2014 es el año del desierto.

Archivo: Dos noticias

(Publicada el 7 de diciembre en Perfil.)

En la Argentina hiperkinética del cepo y la emergencia económica permanente, el martes nos despertamos con dos noticias.

La primera fue la devaluación fiscal: subió el impuesto al dólar del 20% al 35%, regalo de fin de año para la clase media ilusionada con las playas y los shoppings de Uruguay, Brasil o Suazilandia. Gran tristeza y desazón. Intensa cobertura periodística y política.

La segunda noticia fue el pobre desempeño en las pruebas PISA que miden el rendimiento de nuestros estudiantes secundarios (el de hoy en relación con el de ayer; el nuestro en relación con el de otros países). Según la materia, rankeamos entre 58 y 61, de 65 países examinados. Números y tablas con ribetes técnicos recibidas con condescendencia por el Gobierno y la “comunidad educativa” y con frialdad por los medios y demás fuerzas vivas. La novedad acá es que no hay novedad: seguimos en el fondo de la tabla a pesar del presupuesto récord y el crecimiento inclusivo.

¿Por qué gastamos más y nos va peor en educación?

Un distinguido especialista recomienda mirar a los países de la región pero no el ranking global “porque la mayoría son países desarrollados”. Pero al tope del ranking está Corea, y entre los diez primeros figuran Estonia y Polonia. Vietnam está en el puesto 13. Todas las economías ex soviéticas están bien por encima de Latinoamérica. Otro sugiere no comparar con los asiáticos, porque tienen puntajes altos pero al costo de infancias infelices. Pero de una infancia infeliz al dato de que el 67% de nuestros chicos felices no supera los contenidos mínimos de matemática hay una distancia de desidia y futuros truncados, salvo que nuestro modelo sea el de un trabajador no calificado, comoditizado y precarizado, pero dichoso. (De todos modos, tampoco rankeamos bien en felicidad PISA, lo que sea que ésta mida). Hay también quienes señalan que la extensión de la cobertura de la educación secundaria en los 2000 redujo el promedio de desempeño: si los hijos de hogares pobres, con menores estímulos y ambiente menos contenedor, suelen obtener peores resultados, nuestro retroceso relativo explicaría por la mayor inclusión relativa. Pero, de nuevo, los datos se niegan a consolarnos: la misma inclusión está presente en los países asiáticos, muchos de ellos con sistemas de educación pública más recientes que el nuestro y con un aumento de la cobertura comparable.

Puestos a pensar, pienso en las pocas horas de clase (el número creciente de feriados y paros), en la inadecuada formación docente (reformas circulares y programas continuamente revisados), en la priorización anacrónica de las soft skills (el sesgo enciclopédico europeizante que Europa está abandonando espantada por el desempleo y la baja productividad), en el folclore de criticar las pruebas PISA porque no representan nuestros valores (el recurso de compararnos con los malos y buscar excusas para los buenos). Pienso también en que las jefas de hogares pobres del conurbano bonaerense mandan a sus hijos al privado porque el público es inseguro, y que ni el público ni el privado están preparados para integrar la diversidad social de los secundarios de primera generación (pero no nos relajemos con esta explicación socioeconómica: en términos relativos, al estudiante privado de clase alta no le fue mejor).

El martes nos despertamos con dos noticias.

El aumento del impuesto al dólar es previsible. Mediáticamente ganchero, es el nuevo Moreno de los políticos tiempistas. Castiga al turista argentino sin beneficiar al turista brasileño, nos condena a las rutas argentinas sin acercar turismo receptivo, nos devuelve la sensación familiar de emergencia económica. Dispara muchas notas picantes en el diario de la mañana con miles de comentarios de figuras públicas y lectores anónimos.

El fiasco de PISA es previsible y natural. De efectos diferidos, nos condena a vivir de Vaca Muerta, o a endeudarnos para extender la fiesta, o a sincerarnos y empobrecernos. Nos dice que seremos un país que no irá a la universidad, que vivirá con lo justo y seguirá alquilando a los 50 a la espera de que se desocupe la casa de los viejos, sin perder los noventa minutos de gloria del Fútbol para Todos del domingo donde, en el entretiempo, funcionarios sonrientes entregan netbooks a chicos sonrientes. En la página del diario el tratamiento es breve, incluye una cita del ministro de Educación diciendo que podríamos estar peor y que estaremos mejor, y un par de columnas de opinión explicando que la vida continúa. Al día siguiente el tema es deplazado por los saqueos.

Archivo: ¿Cómo bajar la inflación sin dolor?

(Publicada en Perfil el 22 de noviembre.)

La inflación argentina tuvo varios padres: la devaluación de 2002, la recuperación del salario, la suba mundial de alimentos y energía, el crecimiento de la demanda por encima de la oferta, la política monetaria complaciente (o negligente). Y, por último, la capitulación: la indexación a la inflación pasada, que hoy la fija cerca de 25% aún sin inflación externa ni crecimiento acelerado ni impulso monetario (la emisión del Banco Central, en 2013, convalida, pero no empuja). Es precisamente la naturaleza inercial de la inflación actual la que permite llevarla nuevamente a niveles de un dígito con un mínimo costo para la economía real.
Si la inflación es indexación, basta con convencer a todos de que será, digamos, del 9% para que todo más o menos ajuste 9% –un cambio de escala coordinado que no genera recesión o desempleo.

La idea es simple. El proceso, naturalmente, es más complejo.
Primero, erosionar la inflación inercial implica anclar expectativas en un número menor (en todo caso, menor al 25% actual) y el tipo de cambio ya no puede cumplir ese rol (de hecho, probablemente se deprecie más rápido que la inflación): la nueva ancla tendrá que ser una pauta de inflación. Segundo, hay un orden natural en los ingredientes: la pauta no sería convincente sin un índice de precios creíble (que permita su seguimiento y la implementación de cláusulas gatillo que protejan precios y salarios de posibles desvíos) y si no es realista (es decir, consistente con la política monetaria y fiscal). En particular, debería incorporar la herencia de distorsiones de precios relativos (dólar y tarifas) para que una corrección a posteriori no genere sorpresas inflacionarias que castiguen la incipiente credibilidad del plan.

Entonces, para contar con un índice creíble hay que recuperar el Indec y revisar (o relanzar) el IPC, y para anclar expectativas hay que decidir primero una política cambiaria y de subsidios para el mediano plazo. Recién entonces el Banco Central puede preparar un programa monetario alrededor de pautas explícitas de inflación –no metas estrictas sino un rango realista que oriente los acuerdos salariales y la fijación de precios– evitando el sacrificio de una política de shock monetario.

Es cierto: esta política de precios y salarios es una variante de los planes australes y primaverales que fracasaron en los 80. Pero no hay que olvidar que aquellos fracasos se debieron al financiamiento con emisión de un déficit fiscal crónico e infinanciable, fruto de la crisis de deuda de principios de los 80, que nos condenó a una década perdida de hiperinflaciones –hasta la reestructuración de 1992 (el plan Brady). Esta aclaración es más que una casual digresión histórica: el Banco Central es hoy la fuente de financiamiento residual del sector público, tanto en dólares (con reservas) como en pesos (con emisión de moneda o de su propia deuda, las Lebac). Por eso, el programa monetario debe ser consistente tanto con la pauta de inflación como con las necesidades presupuestarias del Gobierno, que idealmente no deberían involucrar al Banco Central. Hasta ahora, la inflación ha sido funcional a éste. Para reducirla, el Gobierno tendrá que reducir el déficit o buscar fondos genuinos.

Se puede bajar la inflación sin dolor. Pero esto, que suena lindo y fácil en el slogan, es mucho más que reconocer el problema o poner un doctor en economía al frente del Banco Central; implica desandar errores en varios frentes, y el compromiso de gobierno que es condición necesaria para el éxito de cualquier política pública.

Archivo: Estudiar no paga

(Publicado el 10 de diciembre en Bastión Digital)

En los 2000s, Latinoamérica mejoró la distribución del ingreso. También Argentina (aunque nuestro lugar en el ranking depende de si medimos desde el subsuelo de la crisis o desde la meseta del fin del menemismo).

Más de la mitad de esta mejora en la distribución se debe a una menor dispersión de salarios; más precisamente, al hecho de que se achicó la diferencia salarial entre trabajadores con estudios terciarios y secundarios, y entre trabajadores con estudios secundarios y primarios –a diferencia de los EEUU donde esta diferencia creció y, según algunos, contribuyó a la pauperización de la clase media que llevó al sistema político a condonar (e incluso a incentivar) el sobreendeudamiento de los hogares y los préstamos hipotecarios basura que fueron el virus original de la reciente crisis mundial. O sea que, mientras en el mundo avanzado el trabajador “calificado” se distanciaba del trabajador no calificado, en gran parte de Latinoamérica sucedía lo contrario.

Esta menor diferencia de salarios entre niveles de educación, ¿es una noticia buena o mala para la región?, se preguntaba un estudio reciente del Banco Mundial. “Buena”, dirían quienes apuntan que menor disparidad es más equidad. “Malo”, dirían quienes ven en la menor disparidad un menor incentivo económico para el estudio y la formación de “capital humano”.

Pero para dar una respuesta (o varias), es preciso entender primero las razones detrás del aplastamiento salarial a contrapelo de lo que sucede en el resto del mundo.

Este aplastamiento (que muchos economistas equiparan a un enigma) podría ser la consecuencia de un cambio de composición de la oferta laboral por nivel de estudio. Los hijos de hogares de bajos ingresos, dicen las estadísticas, tienen en promedio un desempeño inferior para una dada educación, simplemente porque el ambiente familiar (parte esencial de la formación de aptitudes a edad temprana) suele ser menos estimulante. En ese caso, una educación secundaria que los incluyera podría reducir el desempeño promedio del egresado secundario, reduciendo a su vez la diferencia salarial entre secundarios y primarios.

Algo similar sucedería al expandir la oferta de educación terciaria. Ya lo dijo la Presidente: no todas las universidades son iguales. No por sus profesores sino por su exigencia, y por sus alumnos, algunos de ellos primera generación de terciarios en busca de un título con el que elevar sus ingresos y su nivel de vida. La proliferación de nuevas universidades es un fenómeno regional que, al extender el acceso a la educación terciaria, podría estar reduciendo el promedio de desempeño (y de salario) del egresado terciario en relación al secundario. No es casual que, mientras la compresión salarial de los trabajadores con estudios secundarios comenzó ya en los 90s, la caída en el diferencial de los trabajadores con estudios terciarios se vio recién en los 2000s cuando estas nuevas universidades consolidaron su crecimiento.

De este modo, la extensión de la cobertura del secundario (por ejemplo, por extensión de la educación pública obligatoria) y terciaria (por ejemplo, por la aparición de universidades, públicas y privadas, de menor exigencia académica) podría haber “dispersado la muestra” igualando salarios. Pero, en la medida en que esto se deba a que sectores que antes obtenían un título primario o secundario hoy acceden a educación secundaria o terciaria, el resultado es innegablemente bueno. Estudiar pagaría como antes (una vez que ajustamos los salarios por desempeño), los incentivos al estudio seguirían intactos y la igualación de ingresos sería apenas el reflejo estadístico de una educación más inclusiva.

Sin embargo, la compresión salarial podría también tratarse de un problema de exceso de oferta o déficit de demanda. Por un lado, si se produjeran localmente bienes y servicios cada vez menos sofisticados (por ejemplo, porque un país exporta commodities e importa casi todo lo demás), caería la demanda de trabajo calificado y su ingreso relativo. Por el otro, si hubiera más trabajadores con título secundario y terciario induciría, la sobreoferta de calificación presionaría hacia abajo su remuneración. Vale la pena destacar que, si bien estas dos explicaciones tienen la misma consecuencia, son radicalmente distintas: en la primera, se empobrece la demanda y los salarios se achatan (bajan los altos); en la segunda, se enriquece la oferta y los salarios se comprimen hacia arriba (suben los bajos).

Por último, la igualación de salarios podría deberse simplemente a un deterioro de la calidad de la educación: el desempeño del secundario y del terciario de hoy podría ser inferior al del secundario y terciario de ayer; de ahí su menor remuneración relativa. La calidad, un concepto que por difícil de medir no debería dejar de medirse, refleja desde las horas de clase efectivamente dictadas hasta la adecuación de los programas a la demanda del mercado laboral, pasando por la calidad de los maestros, la seguridad en las escuelas o el deterioro de la educación pública –esa fuente creciente de inequidad que también lleva a “dispersar” la muestra de estudiantes, entre privados y públicos.

A diferencia de la hipótesis del cambio de composición, en todas las variantes del exceso de oferta estudiar pagaría menos que hace una década, ya sea porque la oferta de calificación excede su demanda (algo que no es grave en la medida en que la producción local pueda adaptarse a la oferta ganando en sofisticación y productividad), o porque educación hoy agrega menos valor desde el punto de vista del mercado laboral (algo que sí es grave).

Entonces, la igualación salarial, ¿es buena o mala? ¿Debemos congratularnos o preocuparnos? Difícil decirlo sin un análisis más preciso. Pero no deja de ser un debate necesario, a horas de hacerse públicos los resultados de los exámenes PISA que mide el rendimiento de los estudiantes de la región con los del resto del mundo –resultados que en la última década no han sido halagadores.

Archivo: CFK, Último acto

(Publicado en el anuario 2013 de la Rolling Stone argentina).

¿Qué desafío le espera a Cristina en el último acto de la saga kirchnerista (o, al menos, de su primera entrega: las sagas, se sabe, son propensas a secuelas apócrifas)? En principio, preservar el track record. Salir entera, con chances de volver en 2019. Después de todo, las estadísticas del kirchnerismo, aún despojadas del maquillaje del INDEC, no se ven mal para los estándares históricos de nuestra sinuosa economía, sobre todo si se toma como punto de partida la crisis de 2001. Que el país creciera ya en 2002 o que se beneficiara de un contexto internacional favorable e irrepetible es accesorio para un electorado que, como en todas partes, atribuye los signos visibles de la realidad al gobierno de turno.

El taxi de las asignaturas pendientes probablemente le reste puntos al gobierno en los próximos dos años (como viene haciéndolo en los últimos dos). Por eso, ni la oposición ni los medios que la alumbran anhelan una salida temprana; más seguro es pescar en la pecera de la crítica a Moreno, insistir con la inefable promesa de cambio, y dejar que el gobierno pague las cuentas de la década ganada. Por eso mismo, no es desatinado pensar que CFK, ante la imposibilidad de un delfín, hará lo mínimo para llegar con lo justo, dejando la factura del ajuste para el próximo gobierno. Pero aún este plan minimalista involucra desafíos puntuales nada triviales.

Controlar la inflación
La inflación no es nueva: viene incubándose desde hace ocho años. Lo nuevo es la inflación sin crecimiento, sin aumento proporcional de salarios, con pérdida del poder de compra. Por eso hoy finalmente aparece al tope de las encuestas de opinión y de las preocupaciones del gobierno. Esta inflación tuvo varios padres: la recuperación del salario, la suba mundial de alimentos y energía, el crecimiento de la demanda por encima de la oferta. Y, por último, la expectativa de que no bajará, lo que llevó a fijar precios y salarios en base a la inflación pasada, reproduciéndola. Erosionar esta inercia implica desarmar el círculo vicioso, convencer a todos de que la inflación será 10% menos para que todo suba 10% menos sin generar recesión y desempleo.

Cualquier promesa creíble precisa de un índice de precios creíble que permita ajustar desvíos para que nadie quede rezagado en la transición. (El tipo de cambio ya no puede cumplir ese rol: el abuso del dólar barato como forma de contención terminó pariendo al cepo.) Y si bien es improbable que el gobierno desande la intervención del INDEC (ha invertido demasiado en ese relato), no lo es que el Banco Central modere su emisión de dinero (ya lo está haciendo) para al menos no darle más aire a la inflación. Esta moderación no es gratis. La inflación no sólo alimentó al consumo subsidiado a expensas del ahorro; también fue plata dulce para el fisco, que licuó deuda vieja y colocó deuda nueva a tasas reales negativas. Por eso, para contener la inflación, el gobierno debería revisar su gasto ahí donde es más regresivo. Empezando por los subsidios.

Reducir subsidios (un poco)
La pileta climatizada o el aire acondicionado rebajado con la ventana entreabierta son señales de que algo está mal en el cuadro tarifario de las grande ciudades, sobre todo si esta prodigalidad tiene como contracara una producción menguante de gas y petróleo y un déficit energético que consume las reservas, profundizando el cepo y retaceando insumos a la industria. Sin contar con que esta onerosa bonanza beneficia principalmente a hogares urbanos de clase media alta.

De nuevo, el costo político de eliminar por completo los subsidios es más de lo que este gobierno –y probablemente el próximo– esté dispuesto a afrontar: los cálculos difieren pero todos apuntan a facturas varias veces superiores a las actuales. Y ensayos parciales de ajuste chocaron en el pasado con la judicialización de consumidores indignados o la angustia electoral del político. No es fácil explicarle al votante que estuvo consumiendo más allá de sus posibilidades, que es lo mismo que decirle que es más pobre de lo que pensaba. Pero es imprescindible al menos estabilizar la cuenta de subsidios, hasta ahora explosiva, minimizando el costo social. Aún esta corrección modesta involucra una precisión quirúrgica con la que el gobierno no está seguro de contar.

Evitar un accidente
Si un remisero embolsa y gasta los ingresos de sus viajes ahorrándose el paso por el taller, a la larga el motor falla y lo deja de a pié. O se queda sin líquido de frenos y se come una curva. Entonces descubre que sobrestimó sus ingresos: se consumió el capital, no ahorró lo suficiente para cambiar el auto y le queda salir a la calle arriesgando la vida, o quedarse en casa.

Lo mismo, a mayor escala, sucede con la red de distribución eléctrica o el ancho de banda, con rutas y puertos, con trenes y aviones. Nada es gratis: años de tarifas bajas y mantenimiento mínimo (y una dosis no menor de corrupción) dejaron a la infraestructura en estado terminal, al borde del apagón o la tragedia. Y hoy que los ahorros apenas alcanzan para medidas cosméticas, el gobierno debe remontar la demonización del financiamiento externo para encontrar quien nos fíe la renovación del tendido eléctrico o la compra de vagones.

Espantar al fantasma de la crisis
Si una obsesión caracteriza la conversa económica argentina más allá de la fascinación con el dólar es la profecía de la crisis. ¿Llegamos o chocamos? ¿Aguanta o explota? Preguntas recurrentes que un economista recibe a diario, tanto de legos como de otros economistas. La crisis es la imagen traumática del desgobierno y el dólar en fuga, de suspensiones en el trabajo y colas en los bancos. Pero no hay que olvidar que las crisis que conocemos han sido todas crisis de moneda: empresas, bancos y estados endeudados en dólares que se vuelven inmediatamente insolventes e impotentes ante una devaluación. Y si algo aprendimos del 2001 es a evitar el sobreendeudamiento en dólares.

¿Llegamos? Sí. Hoy un dólar alto no es el origen de penurias económicas sino parte de su solución. Pero la crisis tiene también tiene si costado psicológico: en caso de duda, cualquier desliz puede precipitar el pánico, la corrida, el efecto puerta 12. Con menos resto que hace dos años, al gobierno le tocará hacer control de daños y manejar la comunicación y las expectativas mejor de lo que lo ha venido haciendo, para espantar el fantasma.

La otra agenda
Tal vez los 30 años de democracia o la lectura de los diarios (lo que queda de ellos) nos haya vuelto escépticos, insensibles a los grandes programas, proclives a pensar la política y los políticos en clave House of Cards. Miramos con resignado desdén el largo plazo, pero detrás de la agenda bilardista de patear la pelota afuera y defender con once (y de su variante de oposición, mezcla de ambigüedad vegetal y mesianismo mediático) hay otra agenda que espera hace rato al estadista que la rescate de la retórica automática de discursos y slogans.

Si la política es el arte de lo posible, la escritura es el antídoto del pragmatismo. Reformulemos entonces la pregunta del comienzo: ¿qué desafíos le esperan a la Argentina en los próximos (dos) años? Lo que sigue es una pantallazo diagonal de nuestra hoja de ruta.

Capital (físico y humano)
Los economistas difieren en los detalles y en la jerga, pero pocos dudan que los insumos fundamentales del desarrollo (es decir, del crecimiento equitativo y sustentable) son el capital físico y humano. En ambos frentes, venimos perdiendo. Se habla de atraso cambiario, pero el deterioro del capital es un obstáculo a la competitividad que ninguna devaluación puede subsanar. Como el auto averiado del remisero, nuestra infraestructura envejeció mal y hoy impone costos: transporte caro, puertos sin capacidad para recibir barcos de gran calado, paradas de planta por cortes de energía programados, telecomunicaciones erráticas. Y, a pesar del esfuerzo presupuestario, nuestros estudiantes de todos los niveles pierden terreno frente a los de países vecinos que iniciaron reformas para mejorar la calidad de docentes y programas –una involución relativa, la nuestra, que se verá en años y llevará décadas revertir. Esto sin contar sus consecuencias sociales: la educación pública (y su previa: la atención de la primera infancia) son esenciales para la igualdad de oportunidades y la movilidad social.

No vende tanto como entregar netbooks pero, salvo que pensemos vivir cien años de la teta de Vaca Muerta, un programa de evaluación educativa y un plan de infraestructura financiado con capitales privados son condiciones mínimas para mejorar nuestro nivel de ingreso.

Esqueletos
Hay deudas que uno no sabe que tiene hasta que es demasiado tarde. Los economistas llamamos a esto deuda oculta, o “esqueletos”. Por ejemplo: a pesar del mito del dinero del ANSES, el déficit previsional (la diferencia entre lo que sale por pago de jubilaciones y lo que entra por aportes y contribuciones) crece todos los años: la cobertura se expande, la gente vive más y el sistema (es decir, el Estado) acumula cuentas a pagar. Para evitar un nuevo default con los futuros jubilados (o con los actuales, que suman sentencias judiciales) habrá que rediseñar el sistema o ir haciendo una vaquita para el futuro, o las dos cosas.

Otras cuentas pendientes de liquidación: juicios de empresas privadas o incluso de fondos buitre que, más allá de promesas tribuneras o consideraciones morales, difícilmente desaparezcan sin un pago; la deuda impaga con los gobiernos agrupados en el club de París; y también los subsidios a las tarifas y la inversión pública postergada (o malversada) que algún día tendremos que reparar.

Prenupcial
Argentina es demasiado cara para tigre asiático y demasiado rústica para economía avanzada. Y, como el resto de Latinoamérica, ahorra poco; por eso el “vivir con lo nuestro” nos llevó al cepo y a la caída del empleo. Si no queremos recortar nuestro consumo necesitamos explotar nuestros recursos naturales con ahorro externo (capitales argentinos repatriados o inversión extranjera).

No tiene sentido debatir si hay que extraer o no la riqueza minera o las reservas de gas y petróleo no convencionales. El debate relevante es otro: el contrato de división de bienes con el sector privado. Desde Noruega hasta Ecuador, este contrato toma formas diversas, con la idea de balancear el acceso al capital necesario para la producción con una distribución de la renta que asegure su derrame al resto de la economía. Esto no sólo se aplica a los recursos no renovables: la economía en general es un contrato implícito en el que la empresa genera valor (sujeta al cumplimiento de las leyes tributarias, laborales, comerciales, ambientales) y el Estado lo distribuye. Necesitamos restaurar ese contrato.

...

Hay más ítems en la lista, y cada lector tendrá los suyos. Esto es apenas un demo, una aproximación a la tensión entre coyuntura y programa que tendremos que resolver para dejar de girar en círculos. No todo es drama. La Argentina no colapsará en una crisis, y tiene un enorme potencial de recursos y gente. Y estos años vieron un progreso social inédito que, si bien sube la vara al futuro (no es fácil bancar este gasto social y estas expectativas), crea condiciones de sostenibilidad del crecimiento.

Pero queda más por hacer de lo que se cree. En la breve intersección entre las dos preguntas que disparan esta nota, la política (es decir, la relación errática entre el político y sus votantes) debe buscar el modelo no escrito de nuestro desarrollo.

Archivo: 30 años de economía en democracia

(Publicado el 8 de diciembre en La Nación.)

"¿En qué sentido la rutina de la democracia cambia la economía?", se pregunta un distinguido colega. Los textos académicos han concluido que en democracia aumentan la presión tributaria y el gasto público, nos dice. "No parece muy emocionante". En todo caso, treinta años no es mucha distancia, pero es suficiente para intentar trazar líneas en el devenir ruidoso de la coyuntura. Instantáneas. Apuntes sueltos para desarrollar más tarde, o dentro de 10 años.
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No somos tan distintos. Pocos recuerdan que la democracia volvió en 1983 cargando la mochila de plomo de la crisis de deuda de 1982, la misma deuda que nos regaló ese déficit financiero del 6% del PBI que fue financiado con emisión inflacionaria dando por tierra con los recurrentes acuerdos de precios y salarios. O la eterna escasez de dólares que imprimió un sesgo alcista al tipo de cambio (“el dólar sólo puede subir”). O ese efecto colateral de la inflación crónica, la “dolarización real”: la indexación de precios y salarios al dólar por falta de mejor opción e independientemente del contenido importado (lo que nos llevó a insistir con imposibles acuerdos de precios y salarios hasta capitular con la convertibilidad, la madre de todas las tablitas). Pocos recuerdan que otros protagonistas de la crisis de la deuda (Bolivia, Brasil, Perú, Uruguay) vivieron situaciones similares hasta principios de los 90, cuando los EE.UU. finalmente reconocieron que la deuda era impagable y aceptaron una reestructuración con quita (el llamado plan Brady, que signó el origen de los mercados emergentes). No por nada se habla de los 80s como la década perdida latinoamericana.
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La economía ha sido, por razones propias y ajenas, el talón de Aquiles de los programas políticos en democracia, frustrando a mitad de camino los planes de gobierno (la reforma alfonsinista, la modernización menemista, el desarrollismo populista kirchnerista) con crisis recurrentes que abonan una narrativa de economía emergente que hoy es anacrónica en la mayoría de nuestros vecinos: período breve de recuperación y crecimiento acelerado seguido de crisis seguida de período breve de recuperación y crecimiento acelerado etc. Los 30 años de democracia nos encuentran nuevamente exorcizando los fantasmas de una crisis de otra época.
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Historia económica de la democracia. En el origen, fue la deuda impagable, la hiperinflación destituyente. Después, la convertibilidad dolarizadora fruto de la híper, abonada por dos fracasos tempranos (Bunge y Born, Erman González) y por la necesidad de contener la inflación para preservar la gobernabilidad. Después el sobreendeudamiento en dólares, fruto de la convertibilidad (de su éxito, y de la imposibilidad de financiarse en pesos, más seguro pero más caro, sin aludir al riesgo de una devaluación tabú); fruto también del plan Brady, que reemplazó al banco prestamista por el inadvertido bonista italiano que compra y vende con el diario de la mañana. Después, la devaluación, la crisis purificadora que todo lo excusa, esta vez sin perder tiempo como en los 80: inmediata pesificación de deudas locales y reestructuración de deudas globales, para limpiar pasivos públicos y privados y empezar de nuevo. Así, el origen de la crisis de la convertibilidad no está en abril de 1991 ni, como hemos escrito en algún lado, en la híper de 1989, ni siquiera en la crisis de 1982; está en el tratamiento local del tsunami global de petrodólares de fines de los 70, producto de la suba del precio del petróleo (y de la renta de los países petroleros). Como en los 90, como en los 2000, el origen de la última crisis argentina está en nuestro hábito de jugar al filo en los momentos buenos sin guardarnos un resto para los malos. Los economistas lo llaman prociclicalidad, cortoplacismo. La estrategia de la cigarra.
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Si 2002 fue una versión mejorada de 1983, 2013 remite a 1953: la desprofundización del modelo para subsanar los déficits gemelos de pesos y dólares.
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Contra lo que parece, nuestra historia económica reciente no es circular: refleja un aprendizaje, un avance zigzagueante. Las hiperinflaciones de los 80 crearon la aversión a la inflación de los 90; la crisis cambiaria de los 90 creó la aversión al endeudamiento en dólares de los 2000. El proceso se repite, con distintas fechas, en el resto de América Latina. Por eso, la historia no se repite. La inflación de hoy no es la de hace treinta años, como tampoco lo es la exposición cambiaria. En los 90 una devaluación generaba la quiebra de deudores dolarizados (públicos y privados) con ingresos en pesos. Hoy una devaluación tiene el efecto contrario: mas exportaciones, sustitución de importaciones y repatriación de capitales fugados en busca de activos repentinamente baratos en dólares. Como en 2002. Si todas las crisis emergentes fueron en su origen crisis de moneda, en la Argentina pesificada del presente no hay lugar para una crisis emergente.
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En estos 30 años, la economía argentina se debatió entre falsos dilemas (industrialización sustitutiva de importaciones o “industrialización de la ruralidad” con destino exportador; salarios altos en dólares o salarios competitivos en dólares y pleno empleo; estado regulador o estado empresario) y prejuicios (el ingreso de capitales como fuente de debilidad; la industria como principal generadora de empleo; el ahorro como ajuste). Con una tendencia al dólar atrasado y un énfasis en el consumo sostenido, dupla de alto rédito electoral.
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Paradoja: el recelo natural (o la indiferencia) de los gobiernos hacia los “capitanes de la industria”, sumados al alto costo financiero local, internacionalizó al sector privado. El proceso adquirió dimensiones distintas en las últimas dos décadas, pero el resultado fue el mismo. El empresariado nacional fue uno de los claros fracasos de la economía en democracia.
…………
En perspectiva, la economía, partiendo de un pozo profundo, mejoró en democracia. No obstante la extrema volatilidad, se creció y se consolidaron los recursos fiscales (parte de los cuales se usó para extender la cobertura social: asignaciones, moratoria previsional). Pero el crecimiento no es desarrollo. El desarrollo, como crecimiento sostenido con equidad, se insinuó en los primeros años de la poscrisis pero que no logró sostenerse (de nuevo, no somos distintos: la mayoría de los países de la región enfrenta hoy una desaceleración y se replantea su modelo de crecimiento). Demasiado caros para competir con los tigres asiáticos y no lo suficientemente productivos para emular a Australia, oscilamos entre dólar alto y protección (Alfonsín), dólar bajo y apertura (Menem), políticas defensivas (De la Rúa, Duhalde), dólar alto y protección (primer Kirchner) y dólar bajo y protección (segundo Kirchner), sin dar con la fórmula de la felicidad económica. La falta de modelo se combinó con la falta de consenso para maximizar la dispersión del debate y minimizar la continuidad de políticas. ¿El próximo hará lo mismo? (Nota para un test: preguntar al público que política económica rescata de estos 30 años de democracia).

Actualizando el archivo: Tasas Chinas 2.35 al 2.39

Demasiados para hacer, demasiado poco tiempo para hacerlo. Tengo este viejo blog desabastecido. Van algunas actualizaciones, strictly for the record.

Primero lo primero: los audios de los últimos programas de Tasas Chinas (y de los anteriores) están todos acá, con sus soundtracks (o acá: @TasasChinas, con sis fotos).

lunes, 2 de diciembre de 2013

Soberanía petrolera: De Enarsa a la expropiación de YPF

(A raíz del preacuerdo con Repsol, va este extracto del capítulo 8 de Vamos Por Todo).

La experiencia histórica internacional sugiere que la antinomia Estado–privado en la explotación petrolera es un falso dilema. El mejor modelo suele ser mixto: empresas estatales con gestión profesional asociadas a (o complementadas por) empresas privadas: Petrobras en Brasil, Ecopetrol en Colombia, Statoil en Noruega.

La Argentina ha oscilado entre el modelo estatal y el privado (incluso dentro de un mismo período de gobierno, como en el giro privatista de Perón en 1952). Y pocos recuerdan que en la primera etapa de privatización noventista, que duró de 1992 a 1998, YPF no fue propiedad de Repsol sino una sociedad anónima de capital mixto. En 1993 la petrolera era en un 45% de accionistas privados (bancos y fondos de inversión internacionales), 10% del personal de la empresa, 12% del sistema previsional, 12% de las provincias y 20% (y la acción de oro que otorgaba poder de veto) del Estado. Entre 1992 y 1998, la YPF mixta revirtió el déficit operativo y el descenso en la producción. Sólo en 1999, movido por necesidades fiscales, vendió el gobierno su participación y el control de la empresa a los españoles.

Al final de esta intrincada trama, la postconvertibilidad nos encontró en el medio de un esquema privatista con precios originalmente dolarizados pero insostenibles en el marco de una crisis cambiaria que llevó el dólar a 4 pesos y el desempleo al 25%. Y puso sobre el tapete una tendencia que se insinuaba desde el desembarco de Repsol en 1999: una producción de gas estancada y una producción de petróleo que no paraban de caer.

La primera respuesta del gobierno al doble problema energético (exclusión del Estado e insuficiencia del privado) fue la creación de Energía Argentina S.A. (ENARSA) el 29 de diciembre de 2004, con el fin de explorar la plataforma marítima. “Lo de la falta de reservas es histeria”, argumentaba Jorge Haiek, uno de los directores de ENARSA a principios de 2005, recomendando como solución al déficit energético el aumento de retenciones petroleras para reducir su exportación. Enarsa “va a poder operar en todo el frente energético, en toda la cadena de generación de valor, no sólo en el sector de hidrocarburos, sino también eléctrico", precisaba otro de sus directores, el ya mencionado economista del Plan Fénix, Aldo Ferrer. Años más tarde, Ferrer señalaba que existió la posibilidad de que Enarsa asumiera “el papel que YPF tuvo en su momento” pero que la empresa “nunca llegó a constituirse en una verdadera petrolera de gran alcance.”

La segunda respuesta del gobierno al doble problema energético fue la colonización de YPF. A tal fin, convencieron a Repsol de las bondades de incorporar un socio argentino con acceso fluido al gobierno, en un contexto de creciente regulación pública. El amigo favorecido en esta ocasión fue Enrique Eskenazi, a la sazón dueño, entre otras empresas, del Banco de Santa Cruz. El abordaje de Eskenazy se concretó en dos etapas: en la primera, adquirió el 14,9% del paquete accionario por 2235 millones de dólares; en la segunda, ejerció la opción de compra de un 10% adicional, oblando para eso 1400 millones de dólares. Con una particularidad: Eskenazy no tenía los fondos para ninguna de las dos operaciones. Para la primera aportó unos módicos 100 millones y saldó el resto con una deuda de 1018 millones con bancos (Crédit Suisse, Goldman Sachs, BNP Paribas e Itaú) y con un préstamo por 1017 millones del propio Repsol. Para la segunda compra, no aportó nada; se endeudó por el total del monto: 670 millones con otro pool de bancos: Itaú, Standard Bank, Crédit Suisse, Santander y Citi, y 730 millones otra vez con Repsol. ¿Cómo hizo para obtener el dinero sin contar con el patrimonio necesario? Simple: el gobierno persuadió a Repsol a firmar un compromiso de distribución acelerada de dividendos de modo que Eskenazy pudiera usarlas para ir cancelando la deuda. Más simple: el compromiso impulsado por Néstor Kirchner forzaba a Repsol-YPF a repartir casi la totalidad de las ganancias a sus accionistas (Repsol, Eskenazy) para que el empresario amigo pudiera garantizar a los prestamistas (bancos, Repsol) el retorno de su dinero –reduciendo al mínimo la reinversión de utilidades en exploración y perforación.

La tercera respuesta del gobierno al doble problema energético fue la expropiación de YPF el 16 de abril de 2012. El puntapié inicial de esta nueva etapa fue probablemente involuntario: la nacionalización de los fondos de pensión, motivada por necesidades fiscales, puso al gobierno en los directorios de un puñado de grandes empresas, entre ellas Repsol-YPF, dándole acceso a información privada y abriendo la puerta a una participación más directa –o al veto– en la toma de decisiones. En este contexto, el fracaso del grupo Eskenazy en revertir la caída en la producción y la profundización del déficit energético (o, de acuerdo al relato oficial, su presunta alineación con los intereses españoles), aunado a la zanahoria del descubrimiento de vastas reservas de petróleo y gas no convencional en Vaca Muerta, Neuquén, fue el disparador de una expropiación que a su vez fue el punto de partida para la reestatización de Metrogas y la centralización del sector de hidrocarburos en manos del viceministro de Economía.

La expropiación de YPF comenzó como necesidad –y botín– fiscal, al combinar la urgencia por cerrar la creciente brecha energética (que succionaba dólares cada vez más preciados) con el descubrimiento de Repsol de un enorme reservorio de gas y petróleo en Vaca Muerta, Neuquén, anunciado el 7 de noviembre del año anterior. De cara al público, el guión fue una combinación del de la re estatización de fondos de pensión y el de la expropiación de Aerolíneas: parte gesta patriótica de recuperación de “nuestros” recursos naturales, parte diatriba contra el “vaciamiento” de Repsol –sólo que en esta ocasión un ingrediente del vaciamiento, el asociado a la acelerada distribución de utilidades, había sido bajo los auspicios del gobierno.

No se trata aquí de justificar la mala gestión de Repsol o la inconveniente venta de YPF a los españoles en 1999, operación motivada exclusivamente por necesidades fiscales y que fuera bastante criticada en su momento en términos técnicos –incluso por los autores de este libro. Tampoco se trata de señalar los cambiantes estados de ánimo de los Kirchner, que saludaron la privatización como una “reivindicación histórica” para la provincia, felices, como el resto de los gobernadores petroleros, de embolsar el precio de la venta (los célebres y escurridizos fondos de Santa Cruz). De hecho, la Santa Cruz kirchnerista no fue la excepción sino la regla en los 90: los tres mil millones de dólares que Cavallo ofreció a las provincias como parte de la venta de YPF alinearon voluntades más allá de ideologías, nacionalismos y convicciones personales.

Lo mismo sucedería, en sentido contrario, cuando en febrero de 2012 los gobernadores de las diez provincias petroleras primero acordaron fortalecer los controles sobre las compañías que operan en sus territorios (para aumentar la producción y disminuir la importación) y posteriormente retiraron las concesiones de los principales yacimientos explotados por Repsol, en la esperanza de que un avance sobre la empresa española los favorezca. Pero esta vez, los gobernadores leerían mal la situación y terminarían canjeando una renta segura (regalías automáticamente distribuidas por Repsol) contra la que provincias como Chubut y Neuquén lograban emitir deuda en mejores condiciones que el gobierno, por una participación en una empresa estatal con distribución de dividendos controlada a su antojo por el gobierno central.



El proyecto de expropiación, denominado "Soberanía hidrocarburífera de la República Argentina", sostenía entre sus fundamentos que "el objetivo prioritario es el logro del autoabastecimiento de hidrocarburos", perdido según CFK, "por las políticas de los empresarios y no por falta de recursos". Sin embargo, nueve meses después de la expropiación, los resultados no eran alentadores.



El principal escollo es, previsiblemente, la falta de fondos. Puesto de manera más sencilla, el gobierno pasó por alto que YPF hacía años que no emitía en el mercado y que se financiaba barato sólo a través de Repsol. Y las reservas de Vaca Muerta enterradas en el suelo y a merced de las leyes locales, si bien son potencialmente muy valiosas, no garantizaban por sí solas el acceso a los dólares necesarios para extraerlas.

Y si bien la expropiación de YPF no fue el principal determinante de la disparada del riesgo país y del costo financiero en 2012 (también ayudaron los coqueteos del gobierno con la pesificación de activos, el cepo cambiario y la avanzada de los fondos buitres en Nueva York, entre otros sucesos inesperados), la estrategia de expropiación elegida por el gobierno (ofrecer un precio bajo para inducir a Repsol a litigar de modo de postergar el pago hasta el final de un largo litigio) difícilmente haya contribuido a convencer a potenciales socios de YPF de las virtudes de hundir capital en el país.



Tal vez por esto se vieron a fin de año algunas señales de que el realismo comenzaba a imponerse por sobre el centralismo académico. Por ejemplo, con la reintroducción de incentivos de precios para los productores; entre ellos, el ya mencionado incremento del precio en boca de pozo para el gas (“Cómo no vamos a pagar ese precio. Entre pagar 3500 millones de dólares en el exterior y pagarlos para que se produzca aquí…”, argumentaba CFK, en un bienvenido giro de 180 grados, el día del anuncio de la medida). En el mismo sentido apunta la mención de Galuccio del “buen clima” para negociar con Repsol por fuera de los tribunales (algo que no sólo puede reducir el precio a pagar por la expropiación, hoy en litigio en el CIADI sino que, más importante aún para el éxito de YPF, puede eliminar uno de los obstáculos esgrimidos por petroleras empresas extranjeras para asociarse con la empresa).

Por otro lado, tras meses de reuniones y trascendidos, en diciembre de 2012 se anunciaron dos preacuerdos con vistas a la explotación de Vaca Muerta. Los montos son modestos. El primero, con Chevron, involucra en el corto plazo 500 millones de dólares, una manera económica de la empresa estadounidense de asegurarse un lugar en Vaca Muerta para cuando se disipe la incertidumbre. Y la puerta para una buena relación con el gobierno, ahora que pesa sobre sus activos en la Argentina un pedido de embargo del gobierno ecuatoriano. El segundo preacuerdo, de características similares, es con la empresa Bridas (de los Bulgheroni), la cara local de Pan American Energy, controlada por British Petroleum.



El inmediatismo kirchnerista nos ha acostumbrado a confundir gestión con toma de decisiones, con la práctica de resolver el problema inmediato sin demasiada preparación, ignorando o difiriendo los costos (o, a veces, a costa de un problema mayor en el futuro). La estrategia de “pan para hoy, deuda para el próximo gobierno” es el correlato financiero de la práctica de comerse la renta descuidando el stock que mencionábamos en el capítulo anterior. O, puesto de manera más cruda, es una manifestación más del patrón de negociación kirchnerista: tomar las cosas sin dar nada a cambio.

Sobran los ejemplos en este sentido: expropiaciones como Aerolíneas, juicios perdidos en el tribunal internacional de inversiones extranjeras del Banco Mundial (los fallos del CIADI, donde Repsol acaba de ser aceptada como litigante, fallos que el gobierno ha prometido pagar pero aún no paga), la deuda con los países agrupados en el club de Paris (que el gobierno ha querido primero cancelar y luego refinanciar puenteando al FMI, pero que aún sigue acumulándose), la deuda con los jubilados que la Corte Suprema ha intimado a pagar (y el ahorro previsional que el gobierno usa para financiar gastos corrientes), etc. Todas deudas que serán asumidas por futuros gobiernos. Es decir, por todos nosotros, en el futuro.