viernes, 27 de diciembre de 2013

Archivo: 30 años de economía en democracia

(Publicado el 8 de diciembre en La Nación.)

"¿En qué sentido la rutina de la democracia cambia la economía?", se pregunta un distinguido colega. Los textos académicos han concluido que en democracia aumentan la presión tributaria y el gasto público, nos dice. "No parece muy emocionante". En todo caso, treinta años no es mucha distancia, pero es suficiente para intentar trazar líneas en el devenir ruidoso de la coyuntura. Instantáneas. Apuntes sueltos para desarrollar más tarde, o dentro de 10 años.
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No somos tan distintos. Pocos recuerdan que la democracia volvió en 1983 cargando la mochila de plomo de la crisis de deuda de 1982, la misma deuda que nos regaló ese déficit financiero del 6% del PBI que fue financiado con emisión inflacionaria dando por tierra con los recurrentes acuerdos de precios y salarios. O la eterna escasez de dólares que imprimió un sesgo alcista al tipo de cambio (“el dólar sólo puede subir”). O ese efecto colateral de la inflación crónica, la “dolarización real”: la indexación de precios y salarios al dólar por falta de mejor opción e independientemente del contenido importado (lo que nos llevó a insistir con imposibles acuerdos de precios y salarios hasta capitular con la convertibilidad, la madre de todas las tablitas). Pocos recuerdan que otros protagonistas de la crisis de la deuda (Bolivia, Brasil, Perú, Uruguay) vivieron situaciones similares hasta principios de los 90, cuando los EE.UU. finalmente reconocieron que la deuda era impagable y aceptaron una reestructuración con quita (el llamado plan Brady, que signó el origen de los mercados emergentes). No por nada se habla de los 80s como la década perdida latinoamericana.
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La economía ha sido, por razones propias y ajenas, el talón de Aquiles de los programas políticos en democracia, frustrando a mitad de camino los planes de gobierno (la reforma alfonsinista, la modernización menemista, el desarrollismo populista kirchnerista) con crisis recurrentes que abonan una narrativa de economía emergente que hoy es anacrónica en la mayoría de nuestros vecinos: período breve de recuperación y crecimiento acelerado seguido de crisis seguida de período breve de recuperación y crecimiento acelerado etc. Los 30 años de democracia nos encuentran nuevamente exorcizando los fantasmas de una crisis de otra época.
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Historia económica de la democracia. En el origen, fue la deuda impagable, la hiperinflación destituyente. Después, la convertibilidad dolarizadora fruto de la híper, abonada por dos fracasos tempranos (Bunge y Born, Erman González) y por la necesidad de contener la inflación para preservar la gobernabilidad. Después el sobreendeudamiento en dólares, fruto de la convertibilidad (de su éxito, y de la imposibilidad de financiarse en pesos, más seguro pero más caro, sin aludir al riesgo de una devaluación tabú); fruto también del plan Brady, que reemplazó al banco prestamista por el inadvertido bonista italiano que compra y vende con el diario de la mañana. Después, la devaluación, la crisis purificadora que todo lo excusa, esta vez sin perder tiempo como en los 80: inmediata pesificación de deudas locales y reestructuración de deudas globales, para limpiar pasivos públicos y privados y empezar de nuevo. Así, el origen de la crisis de la convertibilidad no está en abril de 1991 ni, como hemos escrito en algún lado, en la híper de 1989, ni siquiera en la crisis de 1982; está en el tratamiento local del tsunami global de petrodólares de fines de los 70, producto de la suba del precio del petróleo (y de la renta de los países petroleros). Como en los 90, como en los 2000, el origen de la última crisis argentina está en nuestro hábito de jugar al filo en los momentos buenos sin guardarnos un resto para los malos. Los economistas lo llaman prociclicalidad, cortoplacismo. La estrategia de la cigarra.
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Si 2002 fue una versión mejorada de 1983, 2013 remite a 1953: la desprofundización del modelo para subsanar los déficits gemelos de pesos y dólares.
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Contra lo que parece, nuestra historia económica reciente no es circular: refleja un aprendizaje, un avance zigzagueante. Las hiperinflaciones de los 80 crearon la aversión a la inflación de los 90; la crisis cambiaria de los 90 creó la aversión al endeudamiento en dólares de los 2000. El proceso se repite, con distintas fechas, en el resto de América Latina. Por eso, la historia no se repite. La inflación de hoy no es la de hace treinta años, como tampoco lo es la exposición cambiaria. En los 90 una devaluación generaba la quiebra de deudores dolarizados (públicos y privados) con ingresos en pesos. Hoy una devaluación tiene el efecto contrario: mas exportaciones, sustitución de importaciones y repatriación de capitales fugados en busca de activos repentinamente baratos en dólares. Como en 2002. Si todas las crisis emergentes fueron en su origen crisis de moneda, en la Argentina pesificada del presente no hay lugar para una crisis emergente.
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En estos 30 años, la economía argentina se debatió entre falsos dilemas (industrialización sustitutiva de importaciones o “industrialización de la ruralidad” con destino exportador; salarios altos en dólares o salarios competitivos en dólares y pleno empleo; estado regulador o estado empresario) y prejuicios (el ingreso de capitales como fuente de debilidad; la industria como principal generadora de empleo; el ahorro como ajuste). Con una tendencia al dólar atrasado y un énfasis en el consumo sostenido, dupla de alto rédito electoral.
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Paradoja: el recelo natural (o la indiferencia) de los gobiernos hacia los “capitanes de la industria”, sumados al alto costo financiero local, internacionalizó al sector privado. El proceso adquirió dimensiones distintas en las últimas dos décadas, pero el resultado fue el mismo. El empresariado nacional fue uno de los claros fracasos de la economía en democracia.
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En perspectiva, la economía, partiendo de un pozo profundo, mejoró en democracia. No obstante la extrema volatilidad, se creció y se consolidaron los recursos fiscales (parte de los cuales se usó para extender la cobertura social: asignaciones, moratoria previsional). Pero el crecimiento no es desarrollo. El desarrollo, como crecimiento sostenido con equidad, se insinuó en los primeros años de la poscrisis pero que no logró sostenerse (de nuevo, no somos distintos: la mayoría de los países de la región enfrenta hoy una desaceleración y se replantea su modelo de crecimiento). Demasiado caros para competir con los tigres asiáticos y no lo suficientemente productivos para emular a Australia, oscilamos entre dólar alto y protección (Alfonsín), dólar bajo y apertura (Menem), políticas defensivas (De la Rúa, Duhalde), dólar alto y protección (primer Kirchner) y dólar bajo y protección (segundo Kirchner), sin dar con la fórmula de la felicidad económica. La falta de modelo se combinó con la falta de consenso para maximizar la dispersión del debate y minimizar la continuidad de políticas. ¿El próximo hará lo mismo? (Nota para un test: preguntar al público que política económica rescata de estos 30 años de democracia).

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