lunes, 2 de diciembre de 2013

Soberanía petrolera: De Enarsa a la expropiación de YPF

(A raíz del preacuerdo con Repsol, va este extracto del capítulo 8 de Vamos Por Todo).

La experiencia histórica internacional sugiere que la antinomia Estado–privado en la explotación petrolera es un falso dilema. El mejor modelo suele ser mixto: empresas estatales con gestión profesional asociadas a (o complementadas por) empresas privadas: Petrobras en Brasil, Ecopetrol en Colombia, Statoil en Noruega.

La Argentina ha oscilado entre el modelo estatal y el privado (incluso dentro de un mismo período de gobierno, como en el giro privatista de Perón en 1952). Y pocos recuerdan que en la primera etapa de privatización noventista, que duró de 1992 a 1998, YPF no fue propiedad de Repsol sino una sociedad anónima de capital mixto. En 1993 la petrolera era en un 45% de accionistas privados (bancos y fondos de inversión internacionales), 10% del personal de la empresa, 12% del sistema previsional, 12% de las provincias y 20% (y la acción de oro que otorgaba poder de veto) del Estado. Entre 1992 y 1998, la YPF mixta revirtió el déficit operativo y el descenso en la producción. Sólo en 1999, movido por necesidades fiscales, vendió el gobierno su participación y el control de la empresa a los españoles.

Al final de esta intrincada trama, la postconvertibilidad nos encontró en el medio de un esquema privatista con precios originalmente dolarizados pero insostenibles en el marco de una crisis cambiaria que llevó el dólar a 4 pesos y el desempleo al 25%. Y puso sobre el tapete una tendencia que se insinuaba desde el desembarco de Repsol en 1999: una producción de gas estancada y una producción de petróleo que no paraban de caer.

La primera respuesta del gobierno al doble problema energético (exclusión del Estado e insuficiencia del privado) fue la creación de Energía Argentina S.A. (ENARSA) el 29 de diciembre de 2004, con el fin de explorar la plataforma marítima. “Lo de la falta de reservas es histeria”, argumentaba Jorge Haiek, uno de los directores de ENARSA a principios de 2005, recomendando como solución al déficit energético el aumento de retenciones petroleras para reducir su exportación. Enarsa “va a poder operar en todo el frente energético, en toda la cadena de generación de valor, no sólo en el sector de hidrocarburos, sino también eléctrico", precisaba otro de sus directores, el ya mencionado economista del Plan Fénix, Aldo Ferrer. Años más tarde, Ferrer señalaba que existió la posibilidad de que Enarsa asumiera “el papel que YPF tuvo en su momento” pero que la empresa “nunca llegó a constituirse en una verdadera petrolera de gran alcance.”

La segunda respuesta del gobierno al doble problema energético fue la colonización de YPF. A tal fin, convencieron a Repsol de las bondades de incorporar un socio argentino con acceso fluido al gobierno, en un contexto de creciente regulación pública. El amigo favorecido en esta ocasión fue Enrique Eskenazi, a la sazón dueño, entre otras empresas, del Banco de Santa Cruz. El abordaje de Eskenazy se concretó en dos etapas: en la primera, adquirió el 14,9% del paquete accionario por 2235 millones de dólares; en la segunda, ejerció la opción de compra de un 10% adicional, oblando para eso 1400 millones de dólares. Con una particularidad: Eskenazy no tenía los fondos para ninguna de las dos operaciones. Para la primera aportó unos módicos 100 millones y saldó el resto con una deuda de 1018 millones con bancos (Crédit Suisse, Goldman Sachs, BNP Paribas e Itaú) y con un préstamo por 1017 millones del propio Repsol. Para la segunda compra, no aportó nada; se endeudó por el total del monto: 670 millones con otro pool de bancos: Itaú, Standard Bank, Crédit Suisse, Santander y Citi, y 730 millones otra vez con Repsol. ¿Cómo hizo para obtener el dinero sin contar con el patrimonio necesario? Simple: el gobierno persuadió a Repsol a firmar un compromiso de distribución acelerada de dividendos de modo que Eskenazy pudiera usarlas para ir cancelando la deuda. Más simple: el compromiso impulsado por Néstor Kirchner forzaba a Repsol-YPF a repartir casi la totalidad de las ganancias a sus accionistas (Repsol, Eskenazy) para que el empresario amigo pudiera garantizar a los prestamistas (bancos, Repsol) el retorno de su dinero –reduciendo al mínimo la reinversión de utilidades en exploración y perforación.

La tercera respuesta del gobierno al doble problema energético fue la expropiación de YPF el 16 de abril de 2012. El puntapié inicial de esta nueva etapa fue probablemente involuntario: la nacionalización de los fondos de pensión, motivada por necesidades fiscales, puso al gobierno en los directorios de un puñado de grandes empresas, entre ellas Repsol-YPF, dándole acceso a información privada y abriendo la puerta a una participación más directa –o al veto– en la toma de decisiones. En este contexto, el fracaso del grupo Eskenazy en revertir la caída en la producción y la profundización del déficit energético (o, de acuerdo al relato oficial, su presunta alineación con los intereses españoles), aunado a la zanahoria del descubrimiento de vastas reservas de petróleo y gas no convencional en Vaca Muerta, Neuquén, fue el disparador de una expropiación que a su vez fue el punto de partida para la reestatización de Metrogas y la centralización del sector de hidrocarburos en manos del viceministro de Economía.

La expropiación de YPF comenzó como necesidad –y botín– fiscal, al combinar la urgencia por cerrar la creciente brecha energética (que succionaba dólares cada vez más preciados) con el descubrimiento de Repsol de un enorme reservorio de gas y petróleo en Vaca Muerta, Neuquén, anunciado el 7 de noviembre del año anterior. De cara al público, el guión fue una combinación del de la re estatización de fondos de pensión y el de la expropiación de Aerolíneas: parte gesta patriótica de recuperación de “nuestros” recursos naturales, parte diatriba contra el “vaciamiento” de Repsol –sólo que en esta ocasión un ingrediente del vaciamiento, el asociado a la acelerada distribución de utilidades, había sido bajo los auspicios del gobierno.

No se trata aquí de justificar la mala gestión de Repsol o la inconveniente venta de YPF a los españoles en 1999, operación motivada exclusivamente por necesidades fiscales y que fuera bastante criticada en su momento en términos técnicos –incluso por los autores de este libro. Tampoco se trata de señalar los cambiantes estados de ánimo de los Kirchner, que saludaron la privatización como una “reivindicación histórica” para la provincia, felices, como el resto de los gobernadores petroleros, de embolsar el precio de la venta (los célebres y escurridizos fondos de Santa Cruz). De hecho, la Santa Cruz kirchnerista no fue la excepción sino la regla en los 90: los tres mil millones de dólares que Cavallo ofreció a las provincias como parte de la venta de YPF alinearon voluntades más allá de ideologías, nacionalismos y convicciones personales.

Lo mismo sucedería, en sentido contrario, cuando en febrero de 2012 los gobernadores de las diez provincias petroleras primero acordaron fortalecer los controles sobre las compañías que operan en sus territorios (para aumentar la producción y disminuir la importación) y posteriormente retiraron las concesiones de los principales yacimientos explotados por Repsol, en la esperanza de que un avance sobre la empresa española los favorezca. Pero esta vez, los gobernadores leerían mal la situación y terminarían canjeando una renta segura (regalías automáticamente distribuidas por Repsol) contra la que provincias como Chubut y Neuquén lograban emitir deuda en mejores condiciones que el gobierno, por una participación en una empresa estatal con distribución de dividendos controlada a su antojo por el gobierno central.



El proyecto de expropiación, denominado "Soberanía hidrocarburífera de la República Argentina", sostenía entre sus fundamentos que "el objetivo prioritario es el logro del autoabastecimiento de hidrocarburos", perdido según CFK, "por las políticas de los empresarios y no por falta de recursos". Sin embargo, nueve meses después de la expropiación, los resultados no eran alentadores.



El principal escollo es, previsiblemente, la falta de fondos. Puesto de manera más sencilla, el gobierno pasó por alto que YPF hacía años que no emitía en el mercado y que se financiaba barato sólo a través de Repsol. Y las reservas de Vaca Muerta enterradas en el suelo y a merced de las leyes locales, si bien son potencialmente muy valiosas, no garantizaban por sí solas el acceso a los dólares necesarios para extraerlas.

Y si bien la expropiación de YPF no fue el principal determinante de la disparada del riesgo país y del costo financiero en 2012 (también ayudaron los coqueteos del gobierno con la pesificación de activos, el cepo cambiario y la avanzada de los fondos buitres en Nueva York, entre otros sucesos inesperados), la estrategia de expropiación elegida por el gobierno (ofrecer un precio bajo para inducir a Repsol a litigar de modo de postergar el pago hasta el final de un largo litigio) difícilmente haya contribuido a convencer a potenciales socios de YPF de las virtudes de hundir capital en el país.



Tal vez por esto se vieron a fin de año algunas señales de que el realismo comenzaba a imponerse por sobre el centralismo académico. Por ejemplo, con la reintroducción de incentivos de precios para los productores; entre ellos, el ya mencionado incremento del precio en boca de pozo para el gas (“Cómo no vamos a pagar ese precio. Entre pagar 3500 millones de dólares en el exterior y pagarlos para que se produzca aquí…”, argumentaba CFK, en un bienvenido giro de 180 grados, el día del anuncio de la medida). En el mismo sentido apunta la mención de Galuccio del “buen clima” para negociar con Repsol por fuera de los tribunales (algo que no sólo puede reducir el precio a pagar por la expropiación, hoy en litigio en el CIADI sino que, más importante aún para el éxito de YPF, puede eliminar uno de los obstáculos esgrimidos por petroleras empresas extranjeras para asociarse con la empresa).

Por otro lado, tras meses de reuniones y trascendidos, en diciembre de 2012 se anunciaron dos preacuerdos con vistas a la explotación de Vaca Muerta. Los montos son modestos. El primero, con Chevron, involucra en el corto plazo 500 millones de dólares, una manera económica de la empresa estadounidense de asegurarse un lugar en Vaca Muerta para cuando se disipe la incertidumbre. Y la puerta para una buena relación con el gobierno, ahora que pesa sobre sus activos en la Argentina un pedido de embargo del gobierno ecuatoriano. El segundo preacuerdo, de características similares, es con la empresa Bridas (de los Bulgheroni), la cara local de Pan American Energy, controlada por British Petroleum.



El inmediatismo kirchnerista nos ha acostumbrado a confundir gestión con toma de decisiones, con la práctica de resolver el problema inmediato sin demasiada preparación, ignorando o difiriendo los costos (o, a veces, a costa de un problema mayor en el futuro). La estrategia de “pan para hoy, deuda para el próximo gobierno” es el correlato financiero de la práctica de comerse la renta descuidando el stock que mencionábamos en el capítulo anterior. O, puesto de manera más cruda, es una manifestación más del patrón de negociación kirchnerista: tomar las cosas sin dar nada a cambio.

Sobran los ejemplos en este sentido: expropiaciones como Aerolíneas, juicios perdidos en el tribunal internacional de inversiones extranjeras del Banco Mundial (los fallos del CIADI, donde Repsol acaba de ser aceptada como litigante, fallos que el gobierno ha prometido pagar pero aún no paga), la deuda con los países agrupados en el club de Paris (que el gobierno ha querido primero cancelar y luego refinanciar puenteando al FMI, pero que aún sigue acumulándose), la deuda con los jubilados que la Corte Suprema ha intimado a pagar (y el ahorro previsional que el gobierno usa para financiar gastos corrientes), etc. Todas deudas que serán asumidas por futuros gobiernos. Es decir, por todos nosotros, en el futuro.

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