El desafío del crecimiento
Primero, lo obvio: si la economía mundial se enfría, el crecimiento argentino se verá afectado. En el 2009, la economía argentina desaceleró a la misma velocidad que las de nuestros vecinos y, si bien un colapso de esa magnitud es improbable, no lo es tanto un escenario de “década perdida” en los EEUU o Europa que fuerce un menor crecimiento chino. Por otro lado, como en el 2009, el contagio no sería financiero sino real: el impacto directo llegaría de la mano de una menor demanda global por nuestros productos, y de un estancamiento o caída del precio de las commodities (como consecuencia de la menor demanda global).
Pero el verdadero desafío vendrá del lado interno: evitar que el temor a una recesión (es decir, al deterioro de los ingresos y el empleo) limite el gasto de las familias y la inversión de las empresas, algo que induciría un recorte de la producción y de las horas trabajadas, validando y profundizando a posteriori los temores que dieron lugar a la retracción del gasto y la inversión.
Esta suerte de profecía autocumplida –la “paradoja del ahorro” de Keyness – que afecta de modo similar a todos los países jaqueados por la crisis, en nuestro caso se combina con otra: la de la fuga hacia el dólar a la espera de una depreciación que no llega que, al forzar una caída de las reservas, realimenta las expectativas de depreciación (o, peor aún, las fantasías de desdoblamiento cambiario y confiscación) dándole impulso a la fuga.
Tanto la frugalidad del gasto como la acumulación de dólares implican reasignación de recursos, postergación del consumo y de la inversión, y enfriamiento de la demanda doméstica. En suma, bajo crecimiento –y menos recursos fiscales para las necesarias políticas de protección social.
“Yo prendo una velita todos los días y rezo para que China no se nos caiga”, confesó hace unos días Luis Miguel Castilla, ministro de economía peruano. Asumiendo que el recurso a la fe no es suficiente, ¿qué otro tipo de respuestas están disponibles para sostener el crecimiento en el corto plazo?
La flexibilidad cambiaria es una herramienta útil en estas situaciones. Es cierto que, con nuestros socios comerciales depreciando, enfriando y ajustando a la baja su consumo, un dólar alto no sumaría muchas exportaciones. Pero no se trata sólo del concepto tradicional de competitividad: una corrección del peso contribuiría a la sustitución de importaciones, protegiendo la producción y el empleo locales. Y un dólar menos barato, al reducir las expectativas de depreciación, desalentaría la fuga de capitales. Así, el tipo de cambio ayudaría a vigorizar la demanda real y a debilitar la demanda financiera.
Por otro lado, la persistente salida de capitales ha venido acumulando ahorros privados en el exterior que hoy, en el mejor de los casos, se cobijan en activos dolarizados con rendimientos cercanos a cero. La repatriación de estos ahorros es una opción natural para compensar la insuficiencia de dólares sojeros, y para reducir el costo financiero en momentos en que comienza a cerrarse la canilla del crédito.
Más en general, un contexto mundial menos favorable ofrece la oportunidad de revisitar algunos conceptos: ¿La flexibilidad cambiaria, que tanto nos costó conseguir, es un negocio para especuladores o la manera en que las economías en desarrollo bajan los costos del ciclo económico? ¿Los capitales repatriados son las inversiones golondrina de los 90s o ahorros recuperados para la inversión directa o el crédito productivo en pesos? Y, de paso, sirve para volver sobre los frentes exiliados del discurso oficial (subsidios, integración comercial y financiera, política monetaria e inflación), hilos invisibles detrás de la fuga y la dolarización, que bien tratados podrían contribuir a poner distancia entre la tormenta global y la bonanza local.
Afortunadamente, contamos con una línea de defensa contra una desaceleración mundial. El partido es complicado, pero el resultado, quizás como nunca antes desde la última crisis, depende de nosotros mismos.
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