Les dejo mi columna de hoy en La Nación online. El fin del mundo a la vuelta de la esquina
En Las partículas elementales, Michel Hoellebeq le hace decir a uno de sus personajes que el conocimiento científico no avanza de manera continua sino espasmódica. Se refiere, claro, a las ciencias duras; en su caso, a la ruptura o aparente contradicción entre la mecánica newtoniana, la relatividad y la física cuántica. El concepto estaría ligado a la teoría de los cambios de paradigmas de Thomas Kuhn o, más coloquialmente, a expresiones como abrir la cabeza o romper moldes.
Nada mejor que una crisis para despertar esta tentación rupturista en las ciencias sociales. Lo vimos y vivimos de cerca. En 2002, Argentina fue objeto de culto de la afiebrada imaginación fundacional de expertos y comentaristas. Invocaciones a la dolarización total y a la eliminación de los bancos nacionales, propuestas (¿antinómicas?) de estatizaciones masivas y de reemplazo de la clase política por una suerte de gobierno asambleario, invitaciones a montar en el país un protectorado bajo el mando de burócratas internacionales al estilo de la Alemania de posguerra. Cualquier idea parecía factible si se cometía el error de percibir la crisis como el preámbulo del fin de una época, del inicio del futuro.
Doce meses más tarde, el futuro se parecía bastante al pasado, mejorado en los márgenes por un aprendizaje más modesto y eficaz. Sobrevivieron la democracia representativa, el sistema bancario nacional, la moneda, la actividad privada; se evitaron el endeudamiento en moneda extranjera, el déficit fiscal insostenible, la apreciación, la apertura indiscriminada y disfuncional.
El descalabro financiero mundial reedita ahora esta crítica holística a escala global. “Los progresistas tenemos que tirar a la basura el paradigma neoliberal y reemplazarlo”, sugirió Thomas Palley, ex funcionario de la central sindical estadounidense AFL-CIO, en las últimas jornadas de nuestro Banco Central. (Palley no especificó con qué lo reemplazaría. Como muchos críticos, suele ser menos preciso a la hora de las propuestas. Como muchos heterodoxos convencionales, es fuertemente proteccionista: en una carta a Obama posteada en su blog personal pedía castigos económicos para los países con políticas de dólar alto –como Argentina hasta hace unos años.)
Pero las penurias del primer mundo no remiten al paradigma neoliberal –en rigor, un invento de políticos conservadores y seudoeconomistas ochentistas al que hoy, aprendizaje mediante, pocos suscriben. Tampoco son la prueba de la decadencia del imperio americano: tras cuatro años de crisis, el futuro vuelve a parecerse bastante al pasado, con Estados Unidos creciendo tanto como Brasil, China enfriando su motor recalentado y Europa enfrentando el abismo. Ni el reconocimiento de virtudes propias, como insinúan algunos funcionarios e intelectuales públicos argentinos mientras el país se queda a la zaga de la región. Son, en el mejor de los casos, señales de alarma que exigen revisar los manuales, no tirarlos a la basura.
Nada mejor que una crisis para despertar esta tentación rupturista en las ciencias sociales. Lo vimos y vivimos de cerca. En 2002, Argentina fue objeto de culto de la afiebrada imaginación fundacional de expertos y comentaristas. Invocaciones a la dolarización total y a la eliminación de los bancos nacionales, propuestas (¿antinómicas?) de estatizaciones masivas y de reemplazo de la clase política por una suerte de gobierno asambleario, invitaciones a montar en el país un protectorado bajo el mando de burócratas internacionales al estilo de la Alemania de posguerra. Cualquier idea parecía factible si se cometía el error de percibir la crisis como el preámbulo del fin de una época, del inicio del futuro.
Doce meses más tarde, el futuro se parecía bastante al pasado, mejorado en los márgenes por un aprendizaje más modesto y eficaz. Sobrevivieron la democracia representativa, el sistema bancario nacional, la moneda, la actividad privada; se evitaron el endeudamiento en moneda extranjera, el déficit fiscal insostenible, la apreciación, la apertura indiscriminada y disfuncional.
El descalabro financiero mundial reedita ahora esta crítica holística a escala global. “Los progresistas tenemos que tirar a la basura el paradigma neoliberal y reemplazarlo”, sugirió Thomas Palley, ex funcionario de la central sindical estadounidense AFL-CIO, en las últimas jornadas de nuestro Banco Central. (Palley no especificó con qué lo reemplazaría. Como muchos críticos, suele ser menos preciso a la hora de las propuestas. Como muchos heterodoxos convencionales, es fuertemente proteccionista: en una carta a Obama posteada en su blog personal pedía castigos económicos para los países con políticas de dólar alto –como Argentina hasta hace unos años.)
Pero las penurias del primer mundo no remiten al paradigma neoliberal –en rigor, un invento de políticos conservadores y seudoeconomistas ochentistas al que hoy, aprendizaje mediante, pocos suscriben. Tampoco son la prueba de la decadencia del imperio americano: tras cuatro años de crisis, el futuro vuelve a parecerse bastante al pasado, con Estados Unidos creciendo tanto como Brasil, China enfriando su motor recalentado y Europa enfrentando el abismo. Ni el reconocimiento de virtudes propias, como insinúan algunos funcionarios e intelectuales públicos argentinos mientras el país se queda a la zaga de la región. Son, en el mejor de los casos, señales de alarma que exigen revisar los manuales, no tirarlos a la basura.
Entonces, ¿aquí no ha pasado nada? ¿No hay lecciones de la crisis? Por el contrario, las hay como para escribir varios libros.
La crisis americana puede atribuirse, esencialmente, a cuatro factores: la complacencia de la Reserva Federal que mantuvo tasas bajas en años de crecimiento alto bajo el retrospectivamente irónico pretexto de la Gran Moderación; la codicia financiera que tomó riesgos excesivos buscando rendimientos en años de tasas bajas y crecimiento alto; la negligencia regulatoria que subestimó la codicia financiera y, por último, el oportunismo político que negó la evidencia para no aguar la fiesta popular.
“Todas las familias felices se parecen; las familias infelices son infelices a su manera.” Parafraseando el comienzo de la novela de Tolstoi, el “principio de Anna Karenina” popularizado por Jared Diamond en su Armas, gérmenes y acero sostiene que el éxito de una empresa requiere de una combinación de factores. La Gran Recesión es un ejemplo de este principio, con el signo cambiado: El fracaso no podría haberse producido sin la presencia de todos los factores mencionados.
En cuanto a las lecciones, aprendimos, por ejemplo, a tomar más en serio cosas que antes desdeñábamos: el riesgo sistémico, las burbujas financieras e inmobiliarias, el eterno retorno del ciclo económico. Y a cuestionar lo que dábamos por sentado: la capacidad de los mercados financieros para autorregularse, la capacidad del regulador para disciplinarlos a distancia, la necesidad de actuar tempranamente, incluso de sobreactuar, a fin de evitar la injusta socialización de los costos.
También aprendimos (nosotros, los observadores del mundo en desarrollo, perplejos testigos del naufragio) las bondades de un estado solvente, la importancia del ahorro en la bonanza y del gasto en la escasez. Por último, nos enteramos de que el mundo no era tan estable ni crecía tanto como parecía a mediados de los años 2000. La década latinoamericana (y las tasas chinas) tendrán que esperar.
Mal que le pese a Hoellebeq (o a su personaje), el saber económico asociado a las políticas públicas, ese que no puede darse el lujo de experimentar con el bienestar de la población, avanza de modo gradual, acumulativo.
En los momentos de crisis es seducido por el facilismo fundacional: si nuestros modelos no pudieron prevenir que la crisis pusiera en jaque al sistema, al fuego con los modelos y el sistema. Pero esta postura presume la existencia de una construcción alternativa que nunca termina de definirse claramente más que como el negativo de la actual. Y pasa por alto que la realidad suele ser poco académica: no refleja errores analíticos sino influencias más pedestres: Las crisis (la nuestra, la global, las otras) fueron siempre advertidas a tiempo e ignoradas por intereses sectoriales, políticos o personales.
Como el tramo descendente de una montaña rusa, las crisis prometen catástrofes irremediables y revoluciones intelectuales que nunca acaban de materializarse. El saber económico (si acaso existe tal cosa) no se nutre de saltos cualitativos, visiones apocalípticas y epifanías antisistema sino de la articulación práctica de saberes previos. El resto es literatura.
La crisis americana puede atribuirse, esencialmente, a cuatro factores: la complacencia de la Reserva Federal que mantuvo tasas bajas en años de crecimiento alto bajo el retrospectivamente irónico pretexto de la Gran Moderación; la codicia financiera que tomó riesgos excesivos buscando rendimientos en años de tasas bajas y crecimiento alto; la negligencia regulatoria que subestimó la codicia financiera y, por último, el oportunismo político que negó la evidencia para no aguar la fiesta popular.
“Todas las familias felices se parecen; las familias infelices son infelices a su manera.” Parafraseando el comienzo de la novela de Tolstoi, el “principio de Anna Karenina” popularizado por Jared Diamond en su Armas, gérmenes y acero sostiene que el éxito de una empresa requiere de una combinación de factores. La Gran Recesión es un ejemplo de este principio, con el signo cambiado: El fracaso no podría haberse producido sin la presencia de todos los factores mencionados.
En cuanto a las lecciones, aprendimos, por ejemplo, a tomar más en serio cosas que antes desdeñábamos: el riesgo sistémico, las burbujas financieras e inmobiliarias, el eterno retorno del ciclo económico. Y a cuestionar lo que dábamos por sentado: la capacidad de los mercados financieros para autorregularse, la capacidad del regulador para disciplinarlos a distancia, la necesidad de actuar tempranamente, incluso de sobreactuar, a fin de evitar la injusta socialización de los costos.
También aprendimos (nosotros, los observadores del mundo en desarrollo, perplejos testigos del naufragio) las bondades de un estado solvente, la importancia del ahorro en la bonanza y del gasto en la escasez. Por último, nos enteramos de que el mundo no era tan estable ni crecía tanto como parecía a mediados de los años 2000. La década latinoamericana (y las tasas chinas) tendrán que esperar.
Mal que le pese a Hoellebeq (o a su personaje), el saber económico asociado a las políticas públicas, ese que no puede darse el lujo de experimentar con el bienestar de la población, avanza de modo gradual, acumulativo.
En los momentos de crisis es seducido por el facilismo fundacional: si nuestros modelos no pudieron prevenir que la crisis pusiera en jaque al sistema, al fuego con los modelos y el sistema. Pero esta postura presume la existencia de una construcción alternativa que nunca termina de definirse claramente más que como el negativo de la actual. Y pasa por alto que la realidad suele ser poco académica: no refleja errores analíticos sino influencias más pedestres: Las crisis (la nuestra, la global, las otras) fueron siempre advertidas a tiempo e ignoradas por intereses sectoriales, políticos o personales.
Como el tramo descendente de una montaña rusa, las crisis prometen catástrofes irremediables y revoluciones intelectuales que nunca acaban de materializarse. El saber económico (si acaso existe tal cosa) no se nutre de saltos cualitativos, visiones apocalípticas y epifanías antisistema sino de la articulación práctica de saberes previos. El resto es literatura.
Muy bueno el artículo doc. Pregunta: ¿Era necesario usar el término "seudoeconomistas ochentistas" para descalificar la economía del lado de la oferta? Inclusive con la actual crisis, casi ningún economista pide volver a los niveles de impuestos del 70% que había antes de Reagan.
ResponderEliminarMe refiero a que sus gurúes (Wannisnki, Canto) estaban lejos de las escuelas académicas que invocaban (principalmente, Chicago) y lejos de la actividad académica misma. En otras palabras, tenían más el perfil de best sellers y activistas políticos que de pensadores económicos. Una versión original (en este mismo blog) de ese párrafo se refería a ellos como políticos conservadores disfrazados de economistas, pero quedaba largo para el diario. Igual no es un concepto peyorativo sino una manera de distanciar el neoliberalismo de lo que enseñan los trabajos académicos de economía.
EliminarMe parece que cuando decís… “se evitaron el endeudamiento en moneda extranjera, el déficit fiscal insostenible, la apreciación, la apertura indiscriminada y disfuncional”, sos excesivo tanto en términos de la voluntad del gobierno como de teoría económica.
ResponderEliminarEl endeudamiento en ME: no es por una cuestión de ppios. que el gobierno lo evita: no puede!, sino lo hubiera tomado. Y endeudarse en la propia moneda es un privilegio que muy pocos pueden hacer. Luego, el déficit fiscal “insostenible”: hoy tenemos más déficit que a la salida de la convertibilidad; la apreciación….estamos igual que al fin del ciclo anterior (en terminos U$S/$ y el TCR con los mov. de Brasil y Euro arriesgo que tb), y la apertura indiscriminada y “disfuncional”: me parece que en términos del consumidor es preferible una apertura que nos beneficie antes que perpetuar rentas de un sector no rentable.
En fin.
Saludos!!
NB
El gobierno pudo en 2006, con spreads similares a los de Brasil. Y, a mi juicio, debió hacerlo, refinanciando parte de su deuda, para guardar munición para estos años. Eligió en cambio pagar todo al contado. Un extremo.
EliminarHubiese podido solo aceptando la revisión del fondo. Eligió ese extremo a cambio de la libertad de hacer desaguisados.
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