Entrevista que me hizo Alejandro Radonjic para
El Estadista sobre la incidencia de la economia en la politica. El tema merece un post adicional, o varios, para cuando haya tiempo.
La situación económica es el principal factor para determinar el voto. En épocas de mayor inestabilidad como las actuales (paradójicamente, es más alta en los países centrales que en los emergentes), ¿cree que la incidencia de la económica será cada vez más importante?
Simplificando, diría que cuando la economía no hace ruido se vuelven audibles otros reclamos más “políticos” o déficit de larga data como la educación, la salud, la corrupción. Y que con las crisis, el miedo a perder el trabajo y no llegar a fin de mes enaniza estas cuestiones y condena al gobierno de turno, ya sea Zapatero o Berlusconi,
De la Rúa o Battle. Pero lo mismo se aplica a la sensación de alivio a la salida de una crisis o a la abundancia del crédito barato y un gasto insostenible: es difícil debatir política en la bonanza, esto con perdón de los politólogos.
¿Y en el caso argentino?
Lo veo igual, incluso más pronunciado por el recuerdo de las tantas crisis y por una red de protección social que ha progresado mucho en estos años pero que es aún endeble. Si un padre de familia pierde el trabajo a los cuarenta y cinco años, el futuro de su hogar es bastante oscuro, con un seguro de desempleo escaso, un mercado
laboral poco dinámico y bienes y servicios públicos insuficientes. Como decía Guillermo O’Donnell, en la democracia delegativa, el votante promedio le dice al gobierno: “Hacé lo que quieras con tal de que yo pueda mantener a mi familia”. Entonces, si el frío global nos golpea en el crecimiento y el empleo, no hay explicación que valga: el incumbente es el único responsable y su imagen se desgasta más allá de consideraciones políticas.
En una entrevista reciente planteaba que los políticos de la región debían “empezar a comunicar” que el dinamismo de las variables económicas iba a ser menor. ¿Por qué?
Por dos razones. Primero, para atenuar la decepción de un crecimiento que, probablemente, esté por debajo de lo que nos acostumbró la última década, de modo que la decepción no se convierta en temor, atesoramiento y caída de la demanda. Segundo, para preservar el capital político necesario para una serie de ajustes inevitables si persiste el escenario global actual. Hoy al Gobierno no le sobra nada, tiene que ajustar gasto y refinanciar parte de sus vencimientos de deuda afuera para no ahogar la economía. Prometer que esto nunca va a ocurrir (o confundir a la gente con un relato que elude definiciones) puede ser contraproducente.
El analista político Julio Burdman sostiene que en la Argentina “la calidad de la gestión, como tema, pasará a un primer plano”. En ese terreno, el Gobierno tiene más para perder que para ganar. ¿Qué opina?
Pienso que lo primero sobrestima un poco la incidencia del debate de especialistas en la decisión de voto. No creo que el votante medio piense en términos específicos de gestión, pero cuando su salario real o sus horas trabajadas comiencen a caer, pensará simplemente que “no saben hacer las cosas”. Dicho esto, si el desmanejo energético se convierte en apagones o menos horas trabajadas, si la AUH no es actualizada con la inflación genuina por falta de recursos, o si la improvisación cambiaria se expresa en colas en los bancos o precios indexados al dólar paralelo, el votante seguramente le pasará la cuenta al Gobierno. Pero a no equivocarse: aún en este caso, una oposición que le marque los errores al Gobierno no gana votos. Para eso tiene que tener un discurso positivo y claro, y postularse como la solución y no como el árbitro.
¿Qué efecto político cree que tendrá la quita de subsidios?
Depende hasta dónde avancen. Por ejemplo, si efectivamente los eliminan para gas y electricidad, la gente pagará varios miles de millones de pesos más al año –una parte se ahorrará por un bien venido recorte del consumo– y no hay modo de maquillar eso, por más que sea la manera más progresiva de cerrar la ecuación fiscal. Si, en cambio, se queda en Puerto Madero, Barrio Parque y otros lugares similares, saldrá ganando
frente a la tribuna, pero tendrá que recortar en algún otro lado o subir impuestos. Por último, si lo hace muy gradual, enfrentará la “fatiga de reforma”: la gente tolera un aumento grande (aunque no uno excesivo que dispare amparos) mejor que una seguidilla de aumentos pequeños. Por eso, cuanto antes comunique las razones y el modo del ajuste mejor preservará su capital político.
¿Cree que la economía está haciendo un “ajuste”? ¿Es promovido por el Gobierno o se impuso por sí mismo?
Si lo que pretenden es gastar menos para cerrar un creciente déficit fiscal, es un ajuste. En cuanto a quién lo decide, es un planteo que simplifica innecesariamente. Las decisiones ingratas surgen de la interacción entre el costo de adoptarlas y el margen para eludirlas. Hace tiempo que en el Gobierno se piensa en recortar subsidios, pero no se decidían a pagar el costo político y encontraban algún bolsillo con el que seguir
fondeando ese gasto. Hoy que los márgenes se redujeron y luego de que la Presidenta haya obtenido el 54% de los votos, el equilibrio favorece el recorte. Sin embargo, no todo es costo y beneficio, también puede haber un problema de interpretación que interfiera en la decisión. Una corrección natural y eficiente en este contexto global sería la del tipo de cambio, la misma que ya han hecho el resto de las economías emergentes frente al dólar. Pero en el Gobierno confunden flexibilidad cambiaria con especulación financiera y se resisten a la flotación, infligiendo un costo innecesario al crecimiento.
A diez años de diciembre de 2001, es lógico que muchas de las políticas que permitieron “la resurrección” (mayor intervención estatal, estímulo al consumo, dólar competitivo, integración regional, desendeudamiento y solvencia fiscal) disfruten hoy un consenso social amplio. ¿Cree que este consenso llegó para quedarse o es algo que puede cambiar si el “modelo” empieza a flaquear?
Coincido, pero mucho de ese consenso es circunstancial o ilusorio. Por ejemplo, se confunde Estado grande con recursos –que es la única manera de redistribuir– con Estado interventor, sobre lo que hay menos consenso: una cosa es la conveniencia de un Estado regulador –primera lección de la crisis financiera global– y otra, un Estado empresario y gestor, como en Aerolíneas, Fútbol para Todos o tarjeta Nativa. Del mismo modo, ¿qué quedó del dólar competitivo o, más en general, de la flexibilidad cambiaria cuando apreciamos nominalmente frente al mundo mientras regalamos reservas? Por su parte, las tasas reales negativas, que son cortas, ganan votos y estimulan el consumo de durables, pero a expensas de la inversión y el crédito hipotecario. En cuanto a la solvencia fiscal y el desendeudameinto, así como la integración comercial regional, eran pilares del Viejo Consenso de Washington –que no era el decálogo del neoliberalismo, como a veces se dice–. Pero, otra vez, la integración regional ha ido para atrás en los últimos años, por lo que parece un consenso más retórico que práctico. En suma, vale la pena analizar estos consensos más allá del relato epidérmico, entre otras cosas para rescatar algunos de estos valores del destino pendular que las ideas económicas suelen tener en nuestro país.